“Cuerpos que fueron ateridos por las masacres, las violaciones, el desplazamiento forzado… ahora crecen y florecen en los convites, las mingas, las marchas y todas las formas de protestas donde la carne se asienta a sí misma como punto de re-existencia.”
Los ladridos de una perra me conducen desde el recuerdo del viaje de retorno simbólico al Urabá Antioqueño en 2014, a la certeza que me quedan pocos minutos para iniciar un nuevo retorno.
Llego al Teatro Pablo Tobón Uribe, punto de encuentro, con mi morral, en el que una hamaca, una cobija y una coca con cuchara son los artículos más importantes, donde me reciben sonrisas y abrazos de víctimas líderes sociales que viven día y noche lo que en los mundos académicos suelen ser sólo temáticas para elaborar teorías, valiosas, pero abstractas.
Un, dos, tres pasos hacia quien llega, brazos que se abren y cierran entre pecho y espalda del otro, manos que imitan el movimiento del corazón. Es posible ver una música que nace en los cuerpos que la guerra pausó, pero que no logró detener. Cuerpos que fueron ateridos por las masacres, las violaciones, el desplazamiento forzado… ahora crecen y florecen en los convites, las mingas, las marchas y todas las formas de protestas donde la carne se asienta a sí misma como punto de re-existencia. El primer abrazo y el cuerpo pierde sus límites científicos, nos hacemos parte de la masa sentipensante, donde el yo compuesto de caóticas singularidades se acopla en una nosotridad compleja.
Ya en ruta, afuera de la ventana rápido pasa el letrero verde que señala dejamos la ruta que va al “Urabá Antioqueño”, entonces recuerdo que en ese retorno el bus se bamboleaba en un nosotros que cantaba una cumbia.
Hoy no cantan, pero igual el bus está lleno de voces, de bocas que danzan al sonido de las historias donde se rememoran las acciones con las que cada día hacen política de paz. La boca de la señora Mónica detiene su danza sonora en una sonrisa grande, detención donde se puede leer “¿detrás de esta risa dónde están mis muertes?
La misma pregunta aparece en el fondo de las bocas que bailan en este camino de regreso, no ya al Urabá, pero sí a Granada y Santa Ana, que bien podrían ser rumbo a El Aro, Remedios, Segovia, Jamundí, Barbacoas, San Juan de Arama… cualquier de esos lugares donde la muerte se abalanzó sobre los cuerpos de quienes no alcanzaron a huir, a la vez que se quedó a habitar en el alma de los que corrieron.
Al llegar a Granada, nos recibe el “Salón del Nunca Más” con su mural donde un coro de ojos sólo abiertos en ese muro, cantan la toma en que fueron cerrados en el año 2000, miradas que nos escrutan mientras nos cuentan como una bomba los cegó, ojos granadinos que no están allí para la venganza, sino para que no quede en vano la ausencia de sus cuerpos que ya no llegan a la plaza, a la iglesia, que ya no se suben en la Escalera; en esa Chiva verde que en medio de las balas se empeñó en seguir traqueteando sobre barrancas y abismos, trayendo heridos desde la vereda Santa Ana, allí donde vamos como recorriendo los pasos de quienes ya no podrán subir al capote sus cosechas.
En Santa Ana, ya en la noche sólo hay oscuridad, algunos relámpagos lejanos muestran las enormes montañas de la cordillera interminable, sombras de colores somos sentadas en círculo sobre el pasto. Cenamos la comida comunitaria en las cocas que llevamos, decididos a no usar desechables como parte de la conciencia que el camino de la reconciliación también es con estas montañas.
Don Jaime Montoya de ASOVIDA rememora algunas de los hechos que ya nos había mostrado en el Salón del Nunca más en Granada. Testimonia un desmovilizado de las FARC que hace exactamente veintiún años salió desde esta misma vereda, hacia Granada, a responder con plomo a la masacre que un mes antes el Bloque Metro Paramilitar había efectuado, derivando en otra masacre, por supuesto más sonada en el discurso de terror del país.
Su testimonio reconoce la equivocación y su parte como integrante del grupo armado y como sujeto en el daño a la población. No es la primera vez que narra los hechos, pero es en la reiteración de su solicitud de perdón que comprendemos que no es fácil pedirlo, como tampoco darlo.
Por eso nuestro corazón de masa vibró cuando la señora Rubiela encendió una vela, apretó el valor y decretó “Mi compromiso con la paz es perdonar a los excombatientes, que me quitaron a tantos seres amados.” Ella que hace apenas unos tres años lloró de rabia y se fue de un evento porque un poeta ex militante de las FARC había sido invitado. Doña Rubiela en su acto personal, enciende la llama de la fe comunitaria en una reconciliación nacional.
Contamos, hablamos, rememoramos y escuchamos para que el olvido no nos lleve a la repetición, para que los asesinatos no se queden en cifras, para que las víctimas tengan nombre, apellido, historia y no sólo un rótulo.
Es medianoche en mi hamaca, en silencio y en la cercanía del lote donde por la explosión de una mina antipersona, murieron los ocupantes de un helicóptero que aterrizó en medio de las balas, parece posible que también ellos lleguen con sus uniformes manchados y reconstruidos por la memoria, a contar con su propia voz su historia de metralla.
Vernos es encontrar que sujetamos con palabras los horrores que nos impusieron, somos coros asediados por el llanto. Lágrimas hierven debajo de cada historia, somos un aguacero de sangre cada vez que nos reunimos a hacer Memoria, los ecos de su flujo caen de nuevo y agujerea incluso a aquellos que no estuvieron. Somos ríos y ríos de lágrimas que no alcanzan a aclarar la fuente que son nuestros ojos en pena.
Es tan abominable el ruido que hace la muerte, que es preciso el paso del silencio nocturno al inicio del amanecer, para escuchar realmente la risa de doña Mónica, los acertijos campesinos que doña Aura cuenta a los chicos y chicas de ciudad, el perdón de doña Rubiela, al agua de Charco Negro caer diáfana limpiando dolores secretos. Estos sonidos que cantan más allá de cualquier radio, son los que ahondan en el corazón de la masa, traspasar la lágrima, hasta sentir que no fue la muerte la que nos hizo un nosotros y trajo a esta vereda, hay que seguir esa música.
El recorrido que hacemos por los caminos de la verdad, aunque tiene origen en el horror de las masacres pasadas y que en este presente refrescamos con la necesidad del llanto, donde las lágrimas son barquitos para navegar lo rojo de la memoria, comprendemos que no son material para construir los círculos donde nos sentamos a cimentar un presente de reconciliaciones entre corazones.
Sentipensamos que no es con lágrimas que construiremos nuevas historias; por eso las vivimos mientras nos aferramos a la danza que borborita debajo de los ecos de la metralla, al tejido musical de nuestras voces que aquí en Santa Ana y en los demás sitios donde los cuerpos se reúnen para arrebatar el poderío que el plan de olvido de la guerra tiene para este país, escuchamos la gran nosotridad sembrar la verdad de la vida mientras conjuramos el nunca más.
Comentar