“Bajo esta mirada, el consumo en sí deja de ser un acto banal, egoísta y estéril para convertirse en un fecundo proceder ético.”.
Sin duda el modelo económico capitalista ha logrado lo que ningún otro sistema económico ha podido lograr. No solo ha resistido y aniquilado otras formas de comprender y hacer funcionar el mundo, sino que, a pasos agigantados, se consolidó como el modelo imperante en la economía global, llegando a todos los lugares donde exista vida racional. Sus logros son tales que en la actualidad cumple las veces de dispositivo que logra condicionar aspectos del ser humano tales como la felicidad, el amor y el placer; la tristeza, el miedo y la depresión.
Pero eso es relativamente poco para lo que este gran aparato de ordenamiento social ha logrado conseguir. El refinamiento de este sistema generó lo que el filósofo esloveno Slavoj Žižek planteó hace más una década como Capitalismo Cultural; a la fecha, podría decirse, una de sus mayores proezas. Y es que dicho capitalismo cultural encontró el antídoto para esa dualidad casi trascendental del ser humano que suele darse entre el deseo y la culpa, construyendo una especie de ética de los productos de consumo, una ética del consumo mismo. Esta fórmula, que a simple vista se torna sencilla, encubre, quién lo diría, la utilización del “socialismo” como herramienta potencial del sistema de consumo.
Las compañías productoras de bienes y servicios ahora “preocupadas” y llamadas a liderar acciones políticas en función del medio ambiente, la salud, la educación y en general el bienestar de la sociedad, han creado atractivas estrategias con las cuales el hecho de consumir ya no es visto y sentido simplemente un acto de típico narcisismo egoísta, sino que está acompañado de la redención humana, una especie de altruismo capitalista. Es así que, al consumir sus productos, las grandes compañías disponen un pequeño porcentaje de sus utilidades para campañas sociales y ambientales, lo que en el argot capitalista se denomina como responsabilidad social corporativa. Bajo esta mirada, el consumo en sí deja de ser un acto banal, egoísta y estéril para convertirse en un fecundo proceder ético.
Estrategias tales como limpiar los ríos y sembrar árboles, entregar alimentos a los pobres y realizar acciones que intenten disminuir la pobreza y cuidar el planeta son las prácticas más seductoras que tienen estas compañías para que con ello no solo desees consumir, sino que también sientas que estás haciendo algo por el otro, por la sociedad, por el planeta.
Sin que suene paradójico (es un secreto a voces), son estas grandes compañías multinacionales las que han generado daños enormes en el ecosistema, son quienes han concentrado el capital en manos de un puñado de personas y son quieres, soportando ese ordenamiento social, han contribuido con la propagación de la pobreza, la miseria y la exclusión. Aunque el consumidor obnubilado por el doble placer que le genera su accionar, se desentiende de esas lógicas socioeconómicas.
Sin embargo, contra todo cuestionamiento, esta ética liberadora del capitalismo cultural sana la culpa y da rienda suelta al deseo consumista, deseo que poco le importa diferenciar entre el verdugo y su víctima. Contrariamente, la básica ecuación: deseo, consumo, conciencia social, alcanza para llevar al ser humano a superar esa angustiante dualidad existencial con la que tiempo atrás cargaba todo comprador.
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