Ante la retirada de la propuesta de reforma tributaria, la presentación de un pliego de peticiones por el Comité del Paro (que vale 81 billones según la mayoría de expertos), el llamado generalizado de los sectores democráticos a dialogar para encontrar acuerdos sobre las cuestiones que despertaron el descontento reflejado en el movimiento iniciado el 28 de abril, y la falta de claridad de objetivos para seguir la protesta, valdría la pena “frenar ahí” y “acumular fuerzas para lo que [sigue]”, como dijo recién el Senador Gustavo Petro en una conversación conocida y divulgada por BluRadio. Doce días de respetables manifestaciones libres y pacíficas, condenables actos de terrorismo urbano y episodios de posible uso ilegal de la fuerza por la policía han sido más que suficientes para ratificar, a un costo humano y material muy alto, la magnitud de la crisis económica y social, el malestar de muchos colombianos que reclaman una vida mejor y que en Colombia hay importantes divisiones entre ciudadanos: el paro ya no tiene sentido.
Mientras se definen las reglas para el diálogo nacional pacífico, civilizado y democrático que debe seguir, es urgente avanzar en la judicialización de los responsables de los delitos que se hubiesen cometido con ocasión de las marchas, sean civiles o integrantes de la Fuerza Pública. La premisa que debe guiar este esfuerzo es la obvia: los derechos humanos, iguales e inalienables para todos, derivan de la dignidad inherente a la persona, y los crímenes no deben quedar sin castigo. Esto supone que la vida, la integridad, las libertades y la propiedad de un civil son tan valiosas como la vida, la integridad, las libertades y la propiedad de un hombre o una mujer policía.
Es igualmente apremiante que el Gobierno y los sectores moderados y democráticos se unan para informar mejor al mundo sobre los acontecimientos de los últimos doce días. Es necesario contradecir a aquellos que quieren hacer creer a través de noticias falsas, videos editados, memes, el ridículo de usar la bandera al revés, simplificaciones de Twitter y el uso inteligente pero perverso del lenguaje, que Colombia no es una democracia, que el Gobierno de Iván Duque es una dictadura que está asesinando a su pueblo y que las protestas y los actos de vandalismo son expresión de una revolución apoyada mayoritariamente contra la tiranía opresora.
Colombia, a pesar de sus problemas, es una democracia donde hay libertades de expresión y de prensa, oposición política, apertura al escrutinio; donde el ejercicio del poder es definido por el juicio de los votos, donde la mayoría ciudadana escogió en 2018 a Iván Duque para liderar la nación durante cuatro años. Dicho de otro modo, Colombia no es un régimen de partido único en el que no exista el disenso y el Presidente de la República no llegó a su cargo por un golpe de Estado. Discrepancias tenemos muchas y violencia ha habido en las marchas, pero no hay que estirar ni romantizar los hechos imaginando y difundiendo cuentos de despotismo.
La mentirosa narrativa que dice “¡nos están matando!”, como si la Fuerza Pública hubiese iniciado una campaña de violación sistemática de los derechos humanos, es baja, ruin y, sobre todo, profundamente trivial. Es un discurso pueril que, sin el mínimo análisis de proporcionalidad y necesidad de acuerdo con las circunstancias objetivas, sugiere tonterías como que la policía no puede defenderse de pedradas con balas, como si las piedras no hubiesen sido arma letal desde tiempos bíblicos (¿les suena el verbo lapidar?). La verdad es que tanto la teoría política liberal, como la doctrina constitucional y los tratados de derechos humanos confirman que la garantía de la vida en libertad es el ejercicio de la autoridad. Las tesis contractualistas liberales sostienen que la humanidad pasó de un estado de naturaleza caracterizado por la inseguridad, la guerra, el miedo y el caos a un estado civil, en el que nos sometemos voluntariamente a un poder para disfrutar nuestras libertades; y de la Constitución Política, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de San José se deduce que la seguridad y el orden públicos son condiciones de la vigencia de los derechos humanos.
La otra falsedad es que el paro ha unido al pueblo para enfrentarse a sus dirigentes corruptos. Todos los populismos recurren a la división maniquea pueblo-gobierno, pueblo-establecimiento, pueblo-élites, pueblo-fuerzas de seguridad o, si se prefiere, país nacional vs. país político. De ahí la invitación de Ernesto Laclau en La razón populista a construir o activar al pueblo, “protagonista central de la política […] entidad definida por sus propias distinciones y funciones precisas”, por medio de “la conceptualización de los antagonismos sociales y de las identidades colectivas”. La vida real es más compleja. El gobierno, el establecimiento, las élites, las fuerzas de seguridad y el país político también son partes del pueblo. Tratar al pueblo como un sujeto independiente presupone un tribalismo intolerante que cree en cosas como el espíritu popular (volksgeist), subordina la individualidad al grupo, omite las divergencias entre sus miembros y prescinde de la responsabilidad personal.
Este enfoque, no obstante valerse de todas las palabras talismán del humanitarismo y el liberalismo y una verborrea que cae en la charlatanería, es irresponsable, antiliberal y totalitario, y conlleva más engaños. Se dice, por ejemplo, que “la juventud”, “los trabajadores”, “los sindicatos”, “el campesinado” y “el estudiantado” están marchando (prefiero decir campesinos o estudiantes, pero cito). Sin duda, hay jóvenes, hay trabajadores, hay sindicalistas y hay estudiantes que están marchando. Pero no todos marchan, no todos apoyan el paro, no todos piensan igual. Y en una sociedad democrática se persigue el bien común, lo cual exige considerar en cualquier decisión política, fuera de los límites fácticos y jurídicos, al conjunto de la sociedad -también hay niños, adultos, ancianos, empresarios, profesionales y muchos más ciudadanos con infinidades de preocupaciones y puntos de vista con relevancia pública- y el programa político elegido por los ciudadanos. En realidad, solo después de las elecciones de 2022 podrá conocerse si el “pueblo” colombiano exige mayoritariamente un cambio estructural o de “180 grados”, como dijo un participante en la audiencia pública que realizó el Senado de la República con representantes de organizaciones que apoyan el paro. Asumir lo contrario antes es suponer que las protestas y las vías de hecho que empezaron los últimos días de abril son más poderosas que los votos libres, esencia de la democracia.
Mucho menos serio es sostener que hay una revolución en curso que se justifica en el ejercicio del derecho de resistencia a la opresión. Dudo que haya revoluciones inconclusas en Colombia, país en el que hay elecciones periódicas y en el que ejercen la política exguerrilleros con posibilidad real de llegar al poder, y dudo que los derechos humanos permitan cambios profundos sin recurrir a las vías democráticas. Sobre estas cosas y después de hacer consultas plurales y amplias, no solo con quienes creen monopolizar la decencia y la moral, deberían meditar diversos actores de la denominada comunidad internacional antes de calificar y juzgar incidentes que ni siquiera se han aclarado si es que pretenden hacer un monitoreo objetivo y verificable de nuestra situación.
Confiando que cese la violencia y pare el paro -al menos los bloqueos que ponen en riesgo el suministro de alimentos, víveres y medicinas e impiden la libre circulación-, que se imponga la conversación necesaria para llegar a consensos sobre cómo superar los retos nacionales y que los crímenes ocurridos en relación con las protestas no queden impunes, termino recordando a Anna Karénina. “[N]o le era posible amar o dejar de amar al pueblo como algo particular, porque no solo vivía con el pueblo y le eran comunes sus intereses, sino que se consideraba como una parte de aquel […] no tenía un criterio definido acerca del pueblo”, escribió León Tolstoi de Lievin, cuyo hermano, Serguiéi Ivánovich, pensaba que “solo tienen porvenir, solo pueden ser históricos, los pueblos que son sensibles a lo que es importante y significativo en sus instituciones y saben apreciarlas”. Ambas creencias son compatibles. En efecto, es posible entender al pueblo colombiano como un conjunto de individualidades del que somos parte y valorar unidos, como pueblo y con sus imperfecciones, el legado liberal y democrático de Colombia.
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