(De ronda por una perturbadora novela del checo Bohumil Hrabal: Mi gato Autícko)
En serio que me gustó mucho una pequeña novela del escritor checo Bohumil Hrabal sobre gatos y, además —tan bellos los mininos, tan tiernos y simpáticos—, cómo se matan con un saco de correos, se asfixian, se les da en la cabeza con la parte no afilada de un hacha y, casi en simultánea, se les acaricia y quiere y se les da leche caliente y se sueña con ellos. La noveleta se llama Mi gato Autícko, aunque, en rigor, debió intitularse ¿Qué haré con tantos gatos?
¡Cuántos escritores han amado los gatos!, Hrabal es (o era) uno de ellos. Llegó a tener 23 gatos en la vida real el autor que, como en otros de sus libros, se incluye en ellos como personaje. Decía que son tantísimos los creadores literarios que han amado los gatos y tenido bellos ejemplares como mascotas. Están Borges con su Odín y Beppo (“El gato blanco y célibe se mira en la lúcida luna del espejo”); y Patricia Highsmith y sus siameses; y Hemingway con su Snowball, un gato que dejó una distinguida descendencia en Cayo Hueso; y Doris Lessing y Bradbury y Jean Cocteau y Cortázar y Bukowski con su “realismo sucio” y sus gatos (“estas criaturas son mis maestras”, dijo). Y la lista puede continuar con amplitud.
Mi gato Autícko es una novela sobre la culpa, con duras metáforas que evocan campos de concentración, las fosas comunes de los nazis, los operativos de las SS hitlerianas, y acerca de los gatitos como seres encantadores, a los cuales, por su capacidad de reproducción, hay que disminuir. En un poco más de cien páginas hay una elevada intensidad que hace que el lector se emocione e incluso grite y llore y quizá asuma una posición de absoluta defensa de los pequeños felinos.
Hay, como en una especie de tobogán, ascensos y descensos, con momentos de incomprensible accionar, como pasar de querer los gatos como “nuestros hijos” y, de pronto, tener unas incontenibles ansias de deshacerse de ellos de una manera poco amigable. Cruel y despiadada. Ya lo verán cuando recorran las páginas de esta novela singular en la que uno puede encontrarse con Les Préludes, de Franz List, y caminar por la periferia de Praga (que no es tan bella como el centro de esta ciudad literaria y fantástica) y ver, aunque no volando, las vacas de Marc Chagall.
Es una novela que puede despertar una enorme conciencia animalista, que, en 1986, cuando se publicó, no era tan evidente. Y mostrar aspectos íntimos de la vida familiar, del ejercicio despótico de cazadores de gatos, de las desventuras de aves canoras que caen ante los disparos de dos escopetas de aire comprimido de una señora y volver a sentir la música de Nino Rota en La dolce vita, de Fellini. Es una obra sentida, a veces con visos de irracionalidad, en la que flota en todo su ámbito el sentimiento de culpa, una especie de larga desazón y, a la vez, un armónico canto a la existencia.
El narrador, que es el mismo autor, da pistas sobre sus ánimos suicidas y para ello se vale de las predicciones de la profetisa Marenka “que un día vino al bosque a buscar setas y me predijo no solo que me convertiría en escritor, sino que un día llegaría a un punto en el que me colgaría en el sauce llorón cerca del arroyo…”. Y en la obra se mueve una pulsión suicida del protagonista que parece trasladarla a sus gatos, en una traspolación dantesca.
Hay una frialdad en la conducta de matar a los gatitos y, de pronto, tras una especie de contrición, surge un dolor, un vacío existencial, una intentona de redimir la culpa. Se quieren los gatos. Y también, por lo dicho, su proliferación imparable, se repudian. Gatos y gatas se pasean por la novela, con la presencia de un monólogo interior, muy sentido, del gato Renda. En medio de la sangre y las radicales decisiones de condenar a muerte a algunos gatitos y gatitas, hay, como un vuelo de palomas, una sentimentalidad bien dosificada, que puede ser como una flor roja de geranio que se lanza ante la tumba de un gato muerto.
Es de durezas y blanduras la obra. Y está atravesada por alusiones a viejas guerras, a condiciones de agresión a la condición humana, a tiempos de muerte y desolación. Hrabal, que estuvo en la guerra (y de esa experiencia terrible escribió Trenes rigurosamente vigilados), aprovecha para incluir con sutileza tópicos que son parte de una memoria de ignominias y atentados contra la libertad. Hay conexiones con el castigo y la autoflagelación, y por eso no es gratuito que se recuerde, por ejemplo, a personajes literarios como Raskolnikov.
En la lectura (claro, es un asunto personal y quizás absurdo) evoqué un cuento muy breve de Álvaro Cepeda Samudio, Vamos a matar los gaticos, que es un diálogo entre dos chiquillas, Martha y Doris, y un tercer personaje, que aspiran a acabar con cuatro gatitos, dos negros y dos grises, recién nacidos, y que hace parte de la colección de cuentos Todos estábamos a la espera.
Mi gato Autícko (esta palabra es un diminutivo de auto, y los autos, van a tener en esta novela un valor no solo simbólico, sino de evidente conexión con la vida del narrador, de su esposa y de los gatos) es una novela con un final de sorpresa y constantes relaciones con la cultura y el arte de escribir. Y así como es posible toparse con una pintura de Goya, o con la mirada de vaca de Afrodita, también es probable la observación estética de las goteantes pinturas de Jackson Pollock, gran bebedor de whisky y fumador de Pall Mall.
Esta es una nouvelle de amor y odio, de ternezas y severidades, donde es posible leer cosas como esta: “entendí que, habiendo matado a seis gatitos, había prestado un buen servicio a toda la comunidad…” o “A ratos deseaba tener un saco como el de correos, meter a las gatas y a todos los gatitos y matarlos y después meterme yo mismo y tirarme a un lago del bosque…”. Hay, asimismo, en la obra, pistas de las ansias suicidas del escritor.
Bohumil Hrabal (nació en Brno, Checoslovaquia, en 1914) murió el 2 de febrero de 1997, en Praga, al caer de un quinto piso del hospital donde estaba internado. Se dice que iba a dar de comer a unas palomas, pero no se supo con certeza si se trató de un accidente o de un suicidio. En cualquier caso, el escritor profesaba un gran amor a los gatos y a la cerveza. Y, por supuesto, a la literatura.
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