Es probable que el colombianista David Bushnell haya tenido razón cuando afirmó, en 2007, que Colombia es “el menos estudiado de los países de América Latina, y tal vez el menos comprendido”. Es posible que esta incomprensión, en el terreno político, sea producto de la existencia de dos tradiciones o escuelas de pensamiento bien definidas pero enfrentadas en la historiografía colombiana. Mientras una subraya que el nuestro es un sistema opresor y excluyente que emplea el liberalismo como fachada retórica, la otra encomia las virtudes republicanas y democráticas que lo han distinguido desde los albores de la independencia.
La primera postura, a la cual pertenecen los “violentólogos” reunidos en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (IEPRI), célebres tras la publicación, en 1987, del informe “Colombia: violencia y democracia”, y que denominaré arbitrariamente estructuralismo neomarxista (tal vez Michel Foucault se retuerza en su tumba), defiende que ha habido unas causas objetivas generadoras de la violencia que explican la “insurrección guerrillera”, las cuales podrían resumirse en dos: una democracia reducida y meramente formal, y un aparato económico, especialmente en el campo, oligárquico e injusto. En esta tradición se inscriben, además, los estudios cuyo punto de partida es el deber ser; a saber, los emprendidos por abogados académicos y activistas (Mauricio García Villegas, Fernando Guillén Martínez, Marco Palacios, Gonzalo Sánchez Gómez, María Uribe Alarcón, Hernando Valencia Villa).
La segunda postura, más basada en datos y en análisis comparados, que llamaré liberal, aplaude que Colombia se haya mantenido como un régimen democrático en el cual las urnas han definido el ejercicio del poder, incluso en los momentos más oscuros del continente. Para esta tendencia, la prueba reina es que el país no sucumbió, salvo durante un breve periodo de tres años (la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, 1954-1957), a la tentación de los golpes de Estado que se extendieron en América Latina en buena parte del siglo XX por el Cono Sur, Centroamérica y el Caribe. A esta orientación se aproximan los enfoques que desde el análisis económico han sostenido que la variable definitiva para explicar la violencia es la disputa por recursos (Paul Collier, Malcolm Deas, Alfonso López Michelsen, Eduardo Posada Carbó).
Esta discusión no es nueva ni está superada. En 2013, Mauricio García Villegas cuestionaba, desde su columna en El Espectador, que se concluyera, a partir de un estudio simplemente formal y desentendido de la práctica, que en Colombia hemos tenido, “en abundancia”, democracia, liberalismo y progreso. Y Eduardo Posada Carbó le replicaba, en El Tiempo, que “[e]lecciones sí hemos tenido ‘en abundancia’ desde 1809 […] los años de cierre del Congreso se pueden contar con los dedos […] Contamos también con un cuerpo importante de pensamiento liberal y democrático […] Estos son hechos comprobables […] No obstante, aquí las interpretaciones han solido ir adelante del conocimiento”. El barranquillero que dirige el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford remataba así su respuesta al activista de DeJusticia y profesor del IEPRI: “No se trata de ‘reducir el país a las ideas que en él dominan’, sino de apreciar mejor el impacto de las ideas en la historia, que García Villegas parece subvalorar”.
La solución que debe dársele a esta disputa académica termina siendo decisiva porque tiene consecuencias políticas: justificar o no, en menor o mayor medida, el levantamiento armado guerrillero (alguno dirá que una cosa es explicar causalmente un proceso -explicación- y otra es predicar la bondad o maldad de una acción -justificación-, pero hay explicaciones que terminan operando como justificaciones). Y las cuestiones políticas son también dilemas morales.
Las teorías estructuralistas tienen el mérito de darle visibilidad a injusticias y hechos tozudos de nuestra historia a pesar de la formalidad republicana y democrática (escribió Tomás Carrasquilla en La Marquesa de Yolombó que en la Yolombó del siglo XVIII el Alcalde Mayor o Regidor tenía un “poder dictatorial de hecho”; que había un “Escribano letrado, que anotaba y redactaba los magnos autos”; y que “regía, por lo legislativo, el Cabildo o asamblea de notables”: “[l]os magnates se elegirían unos a otros, cual acontece siempre en achaques de sufragio, pero sin el aparato legal, sin las trampas y engañifas que se estilan en nuestras actualidades”). Sin embargo, las teorías liberales o de análisis comparado tienen un valor mayor: son más consistentes con los derechos humanos porque no dejan terreno abonado a la justificación de la violencia como medio para tomar y ejercer el poder: si cualquier hombre o mujer es un fin en sí mismo, de acuerdo con la clásica máxima kantiana que inspira el pregón humanitario, luego ninguna ideología ni explicación de la realidad justifican hacer daño a otro hombre o mujer por razones políticas.
Y la moral y la decencia exigen reconocer que, no obstante durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va corrido del XXI en Colombia los fusiles y los votos han convivido sin que el “establecimiento” venza definitivamente a la amenaza totalitaria -enfrentamiento que ha traído daños humanos y materiales innegables-, nuestras instituciones políticas son, con imperfecciones y baches, desde luego, democráticas. El Estado es menos fuerte que lo deseado y ha estado ausente en algunos lugares y en varias ocasiones. Mas esto no ha impedido que Colombia haya sido una república constitucional cuyos fundamentos son el liberalismo, los derechos humanos y la democracia.
Así lo confirma, pese a la crítica implacable de distorsionadores de la realidad que se visten de progres, el Índice de Democracia 2020 publicado recientemente por The Economist, en el que Colombia ocupó el puesto 46. Aunque el país está en la categoría “flawed democracy” (democracia con fallas), en realidad el vaso está medio lleno: obtuvo un puntaje de 7.05 en una escala de 0 a 10; en la categoría “full democracy” (democracia total) solo están 16 países; también son flawed democracies Francia, Estados Unidos, Portugal, Israel, Italia, Eslovenia, Bélgica, Grecia, etc.; y, a nivel regional, llegamos a la posición 7 después de Uruguay, Chile, Costa Rica, Panamá, Trinidad y Tobago y Jamaica, todos países con poblaciones mucho más pequeñas que la nuestra, pero estamos mejor que el resto de latinoamericanos. En cuatro de los cinco aspectos evaluados (proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno y participación política) Colombia tiene una calificación superior a 6, y solo en cultura política obtenemos 5.
A juzgar por hechos no muy lejanos y que han acompañado al Gobierno Duque desde su posesión, esto tiene sentido. Una democracia requiere cultura política democrática exitosa, lo cual implica, en palabras de The Economist, la participación “libre y activa” de los ciudadanos en la vida pública y “que los partidos perdedores y sus simpatizantes acepten el juicio de los votos y permitan una transferencia pacífica del poder” (traducción mía). Sin embargo, el Gobierno Duque ha lidiado con noticias imprecisas y una oposición que cuestiona su victoria. Por esto es urgente que los medios y los líderes se comprometan a entregar información veraz e imparcial (condición de la participación libre) y que la oposición, sin perjuicio de ejercer los derechos que la Constitución y la ley le reconocen, acepte la derrota y mejor se prepare para las siguientes elecciones. En juego está, al fin de cuentas, una nación más democrática, la nación soñada a la que, como dijo Rorty, debemos serle más fieles que a la imperfecta de la vida real con la que nos despertamos.
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