La computación y el internet han democratizado el acceso a la información para miles de millones de personas en el mundo. Quizá no sea exagerado sostener que las tecnologías de la información afectan o podrían afectar todas las esferas de la existencia humana. Sin embargo, invirtiendo el célebre verso de Friedrich Hölderlin, hay que advertir que donde está la salvación también surge el peligro: las redes, arguyen algunos, fueron decisivas para el éxito de movimientos políticos supuestamente emancipadores, como la llamada Primavera Árabe, pero también, como lo revelan otros episodios, han puesto en peligro una de las bases del contrato social, la igualdad y la proscripción de las discriminaciones injustas, y la vida y la integridad física.
Antes que terminara 2020, la tuitera María Fernanda Carrascal llamó “negro vergonzante” al también tuitero Miguel Polo Polo por defender el aumento del salario de los congresistas. La mujer agregó: “Si lo llamo negro vergonzante es porque lo es y porque no quiero ni mencionarlo”. Luego, con cierto cinismo, se disculpó “con quienes se sintieron ofendidos y tomaron personal el ‘negro vergonzante’, nada tienen que ver con el color de piel”, explicando que ignoraba “si el hombre en cuestión tiene ascendencia en una comunidad negra, palenquera o raizal”. Mientras en las redes sociales se desataba una tormenta por las declaraciones de la “activista” y “asesora legislativa” (así se presenta ella misma), que fueron calificadas como racistas, por todos los rincones del planeta se trasmitían noticias falsas y teorías de la conspiración sobre las vacunas contra la COVID-19 que, gracias al temor que siembran entre la población, podrían llevar a varias personas a tomar la torpe decisión de no inmunizarse contra la pandemia.
La Constitución y la legislación colombianas y el derecho internacional, notablemente el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, reconocen la libertad de toda persona de manifestar y difundir su pensamiento, individual o colectivamente, en público o en privado. El respeto y goce efectivos de la libertad de expresión por todos son esencia de la democracia e indicadores de nuestro progreso moral. Pero no tenemos carta blanca para decir y divulgar cualquier cosa: tenemos derecho a “recibir información veraz e imparcial” y debemos respetar los derechos de los demás, proteger la seguridad nacional y el orden y la salud públicos, y abstenernos de hacer propaganda a favor de la guerra y apología del odio. En otras palabras, la prohibición de censura no se traduce en la ausencia de responsabilidad social ni, mucho menos, en que esté legitimado el abuso del derecho.
Lamentablemente, tanto nuestras creencias (los verdaderos motores de la conducta humana, como lo han teorizado Kaushik Basu y Steven Pinker) como las normas emitidas por autoridades públicas parecen insuficientes o poco claras para impedir las bajezas y los resultados desastrosos que se pueden provocar con un simple clic y en nombre de la libertad de expresión. Esta dificultad se ve exacerbada por el carácter elástico o dúctil del lenguaje. En nombre de los derechos, se nos pide emplear un vocabulario “incluyente”, uno que no lleve a “estigmatizaciones” injustas o no reproduzca estereotipos “victimizantes”, que nos ayude a superar la “opresión” y las “micro-violencias” en todas sus formas (clasismo, racismo, machismo, etc.): hemos de ser, pues, políticamente correctos. Mas en nombre de la libre expresión, condición de la democracia, entendida como el gobierno por discusión según la clásica formulación de John Stuart Mill, se defienden el disenso, la pluralidad de fuentes de información, la disputa argumentada por la verdad, y recursos retóricos enteros como el humor negro, el sarcasmo, la sátira, la ironía.
Es posible que en América Latina comprendamos a la perfección que el delantero uruguayo Edinson Cavani no fue racista cuando llamó “negrito” a un amigo y nos parezca un despropósito que las autoridades del fútbol inglés le ordenen ofrecer disculpas por eso, pero no dudemos que la señora Carrascal sí lo fue. También es posible que un joven de veinte años, es decir, un nativo digital, se destornille de risa cuando vea un podcast que asegura que con la vacuna contra la COVID-19 se instalarán microchips en nuestros cuerpos que robarán nuestra información personal, pero que una persona mayor de sesenta años se inquiete sinceramente y rechace las inyecciones que la protegerán contra la enfermedad que, al momento de escribir esta columna, ha causado la muerte de casi dos millones de personas en el mundo.
Urge, por lo tanto, una regulación que proteja la libertad de expresión, pero que también combata el discurso de odio y otros abusos en las redes sociales con consecuencias fatales. Entretanto, confiemos que los censores y moralistas que se dicen progresistas denuncien cualquier forma de racismo, una práctica abominable y denigrante rechazada por cualquier persona con humanidad y decencia, en lugar de recurrir a justificaciones vergonzantes y silencios cómplices. Y, más importante todavía, confiemos que a la mayoría de ciudadanos todavía nos importa distinguir lo verdadero de lo falso, lo correcto de lo incorrecto.
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