A lo largo de la existencia de la humanidad, nunca se había alcanzado un progreso tan drástico y exponencial como en los últimos doscientos años. En solo dos siglos, millones de personas salieron de la pobreza extrema, erradicamos enfermedades que se presumían incurables, y la economía del mundo es hoy cien veces más grande que hace un par de centurias. Lo que no hicimos como especie en miles de años, lo logramos en apenas un par de centurias.
Lo que hoy es una realidad, antes fueron utopías. La democracia, la eliminación de la esclavitud e incluso la globalización, eran ideas que lindaron con la locura en su momento. Sin embargo, estas utopías fueron durante mucho tiempo la brújula de la raza humana, y bien podría afirmarse que, por esa misma razón hoy son una realidad. Bien decía Eduardo Galeano que ese es el propósito de las utopías, caminar hacia ellas. Irónicamente, hoy “hacen parte del paisaje”.
Ahora bien, ¿reflexionamos lo suficiente sobre cuáles son nuestras utopías hoy? En los medios y en los debates públicos apenas si se habla sobre un objetivo de crecimiento de un par de puntos del PIB o de cómo recortar nuestra huella de carbono, pero ¿cuál es hoy esa olla con monedas de oro que imaginamos como especie humana al final del arcoíris?
Una de esas utopías es la renta básica universal: una transferencia incondicionada, una consignación mensual vitalicia sin más contraprestación que la de ser un ciudadano.
Una renta básica que trace un límite inferior digno para que las personas no tengan que preocuparse por cómo llegarán a fin de mes, y por fin puedan empezar a pensar en planes a mediano plazo; que no necesite contingentes de funcionarios y trabajadores sociales poniendo condiciones, o segmentando a una población específica, lo cual en definitiva resulta humillante porque es el ciudadano quien termina teniendo que demostrar que es vulnerable en algún sentido.
Esa utopía llamada renta básica, de la que poco o nada se había hablado en Colombia, llegó a la agenda nacional con la pandemia de la Covid -19.
Muchos piensan que eventos tan desafortunados como el de una pandemia son una oportunidad para poner sobre la mesa asuntos que en otro momento serían considerados como una locura (por aquello de “A situaciones extremas, medidas desesperadas”).
Pero, en mi opinión, surgió en el peor momento: con el país casi tan polarizado como en la época de La Violencia; cuando no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en las cosas más simples; en el que las discusiones se disipan entre eufemismos.
Discusiones como la que es necesario entablar para defender o controvertir la renta básica requieren de un debate con altura y de un capital social muy alto. Lastimosamente, la coyuntura nos sorprendió con esa cuenta casi en ceros.
Una sociedad en la que polarizar es rentable políticamente, en la que no vemos al otro como individuo sino simplemente como un miembro del partido opositor, una sociedad enfocada en las diferencias, y en la que nos bombardean con mensajes de odio para azuzar esa polarización tan rentable para algunos. Una sociedad así no está preparada para una discusión rawlsiana profunda como la de la renta básica.
Así las cosas, justo cuando estamos en el pico de nuestra existencia como especie humana, cuando deberíamos estar dotando de significado a esa existencia que dos siglos atrás parecía utópica, no somos capaces de imaginar un mundo mejor al que tenemos, debido a las discusiones sobre cómo resolver los problemas más inmediatos. Extraviamos el rumbo. Ya no hay brújula. Ni utopía.
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