“La triste realidad que padecemos es que la profunda ruptura de nuestra sociedad desgastada por el unísono monologo, ha calado imperceptiblemente en los espacios de nuestra cotidianidad.”
Siempre me ha parecido bien peculiar cómo entre nosotros los humanos hemos construidos complejos sistemas de comunicación a través de los tiempos. Pasamos de usar señales y sonidos para sobrevivir, cazar y sobreponernos al enemigo, a convenir en el uso de combinaciones alfanuméricas con sentido para expresar toda clase de idea por más burda o inteligente que sea.
Claro que jamás me he profesionalizado en el estudio del lenguaje (o idioma, en verdad no sé cuál término sea el más apropiado), pero ello no me ha impedido para reflexionar en torno a él, y quizás a lo largo de este texto cometa varios errores que espero los puristas del lenguaje no me crucifiquen por ellos.
Intuitivamente puedo decir que, por más obvio que se vea, para lograr que el proceso entre el emisor y el receptor en la comunicación sea exitoso se requiere, entre otras cosas, que ambas partes estén comprometidas con el diálogo que traban entre sí.
No puede ser una de esas charlas en las que dos o más personas discurren sobre un mismo tema por horas y horas sin llegar a ningún lado. Allí lo que hay sencillamente son monólogos ruidosos y feroces que chocan entre sí impulsados por la potencia del ego, la amargura y el orgullo.
El diálogo tiene que ser abierto, honesto, racional, argumentativo, propositivo, tolerante, pluralista, humanista, democrático, sereno, comprensivo, empático. Esta vez no se trata de sobreponerse al otro. No. Es complementarse con el otro. Ver en la alteridad una oportunidad para compartir ideas diferentes y crecer en la reflexión profunda de ellas.
Pero la triste realidad que padecemos es que la profunda ruptura de nuestra sociedad desgastada por el unísono monologo, ha calado imperceptiblemente en los espacios de nuestra cotidianidad.
Ni en la mesa a la hora de la cena; ni en un debate en medio de un programa radial de opinión que se transmite en vivo; ni en las redes sociales; ni en los restaurantes y cafés; ni en las aulas de clase que transformaron en la pantalla del celular o del computador; ni en las calles de la ciudad, en las praderas del campo, en el desierto del norte, en las selvas tropicales del sur, en la playa junto al mar caribe o al océano pacifico, o en el llano que cruza la cuenca del Orinoco; ni en las salas de audiencia de un juzgado; ni en los concejos municipales, en las asambleas departamentales, en el congreso, o en la casa de Nariño; ni en los bancos, en los hoteles, en los hospitales, en las iglesias, o en las funerarias; ni en los taxis, buses, o en cualesquiera sistema masivo de transporte público. En todos esos espacios se ven en vez de diálogos, monólogos.
No se trata de ceder por ceder, muchísimo menos cuando intereses superiores a las partes están en riesgo. Tampoco de invitar a la argumentación por cumplir un mero formalismo, cuando de entrada se toma un posición reacia e inmutable frente al opositor. Lo que se debe de pretender, pues, es la construcción de un tercer discurso en que los hablantes acuerden sobre lo fundamental.
El diálogo no es, entonces, un camino para acabar con las diferencias, sino, por el contrario, para permitir que coexistan en armonía y reconciliación en un mismo espacio. Y ojalá ese escenario llegue pronto… ¡harta falta que nos hace!
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