Me enteré del asesinato de Javier Ordoñez a manos de la policía por un tuit con el enlace de una noticia, donde el periódico El Tiempo, con sus usuales y cómplices titulares eufemísticos, había subido el video donde se evidencia el abuso policial, tan conocido por todos los colombianos, y que esta vez tuvo un desenlace fatal.
El abuso causa indignación que alcanza grados de colera cuando termina en asesinato. Por ciertas similitudes entre este incidente y el de Floyd en Estados Unidos, supuse que saldríamos de nuestra habitual somnolencia. Así fue, muchas personas salieron a las calles a protestar contra los abusos de la policía y esta respondió con más abusos y otros siete asesinatos.
Lo que esperaba que pasara y no pasó fue el rechazo unánime de la ciudadanía frente a lo ocurrido. Sé que era ingenuo pensar así, pero no esperaba la magnitud de tuits que justificaban el asesinato de Javier con un razonamiento bastante difícil de digerir. Básicamente argumentaban que, por estar en la calle borracho, en medio de una contingencia como la actual, o por resistirse, se lo merecía. Creo que ahí recae el asunto: somos la sociedad de los buenos muertos. Siempre, siempre, bajo diferentes pretextos se excusa y justifica el asesinato de personas. La violencia ha llegado a tales límites en nuestra sociedad que ya, ni siquiera, nuestra empobrecida imaginación nos permite visualizar un desenlace diferente. Tanto es así que en redes ronda un audio de un aparentemente conocido de la víctima, que afirma “es que eso ya estaba sentenciado: o era eso marica, o el marica moría por ahí apuñaleado o tiroteado porque es que, siempre tomando un trago, marica, y salían peleando…entonces eso, de que iba a pasar, iba a pasar”.
Estos sucesos no son casos aislados, son, a mi parecer, consecuencia de una moral enquistada en nuestra sociedad. Una moral que otorga móviles validos a cada asesinato: si roba, merece la muerte; si es un guerrillero o lo fue, ya con eso lo tenía merecido; si lo mataron no fue por estar recogiendo café. En fin.
Pensar que hay una razón válida para asesinar a alguien, no solo minimiza el acto violento (que sobra decir, nos debería siempre causar repulsión), sino que invisibiliza el carácter sistemático de la violencia y desdibuja la posición de la víctima. Esto último es fundamental para entender lo que pasa, pues en tanto la persona asesinada deja de ser concebida como víctima, el acto de matar deja de ser algo escandaloso para convertirse en una trivialidad. Esto es el caldo de cultivo perfecto para que la violencia se perpetúe frente a la mirada indiferente de los colombianos.
Por otra parte, los asesinos al asesinar y quienes los justifican creen que están haciendo un bien (librando a la sociedad de un potencial peligro), o por lo menos, que su accionar tiene fundamentos sólidos. ¿Será que hay asesinatos que puedan tener justificación?
Esa pregunta me cuece los sesos y es difícil encontrar una respuesta. Quizá los enfrentamientos ideológicos de Sartre y Camus en el siglo pasado puedan darnos alguna luz. En la década del treinta, cuando se empezó a diseminar por Francia la noticia de los falsos juicios de Moscú, donde los asesinatos, precedidos por confesiones emergidas de un cuerpo torturado, eran inocultables, la Unión Soviética perdió algo de prestigio entre algunos intelectuales de la época que hasta entonces habían sentido afinidad por la ideología por ella promulgada. Camus era uno de ellos, Sartre por su parte, aun después de conocer testimonios aterradores sobre lo que pasaba en la Unión Soviética, creía que el bien que surgiría del comunismo subsanaría lo que fuera que estuviera pasando.
Más interesante que estas posturas en contraste sobre quien apoyaba o no a la Unión Soviética, es el dilema de si un bien superior justifica unos medios inescrupulosos (recuérdese que parto de la premisa que los asesinos en Colombia creen justificado su accionar). Camus en incontables ocasiones expresó su renuencia a apoyar a cualquier persona, partido o ideología que admitiera compromisos con el crimen. Sarah Bakewell en el libro En el café de los existencialistas equiparaba esta actitud a la adoptada por Alyosha, el personaje de Los hermanos Karamazov quien, frente al dilema planteado por uno de sus hermanos, donde se le pregunta si torturaría un bebé a cambio de alcanzar un mundo utópico de paz y felicidad eterna, responde sin vacilaciones que no. Para él, la vida de un bebé no es negociable. No se transa con algo que es sagrado.
Sartre creía que posiciones como la de Alyosha y por tanto como las de Camus soslayaban el deber de decidir. Muchos creen que se deben hacer los cálculos, sin abstraerse de la realidad en divagaciones filosóficas, y decidir que es lo mejor para la humanidad pese a sus costos.
En Colombia muchos se han creído con la potestad de sopesar el valor de la vida de los demás y no como lo haría Sartre, que siempre se ubicó en la defensa de los más desfavorecidos, sino de una forma irresponsable que ha depreciado el valor de la vida.
Yo me pregunto qué sería de Colombia hoy si más personas asumiéramos esas frases que tanto le gustaban Mockus. La vida es sagrada. No se transa. No se negocia.
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