Cada que se acerca el fin del periodo de un magistrado en la Corte Constitucional se mueven las piezas del ajedrez jurídico y político en Colombia. Es un pulso por la representatividad, los indicadores, la vanidad y los alfiles que se tejen en un organismo tan importante en tanto intérprete y señora de la Constitución, que a su vez es la norma primera del orden jurídico. El papel de la Corte Constitucional es esencial para un régimen democrático y para un Estado social de derecho. Su función de intérprete y hacedora de derechos fundamentales ha sido decisiva para hacer que la vida de todos los asociados se parezca un poco más al ideal de justicia que pregona la Carta. La Corte Constitucional es la joya de la corona, y el poder político lo ha identificado; por eso husmea con tanta ansiedad para identificar al mejor postor. Cada definición de terna es un tiro al aire porque el trámite de sustitución de quien ha de integrar al alto Tribunal ha dejado de ser una transición jurídica y se ha convertido en una camarilla de fuerzas políticas y clientelistas de quien espera a futuro una decisión favorable en sede de tutela o de constitucionalidad. La elección debe ser más tranquila, transparente y asertiva. La elección debe asegurar que el togado haga valer mediante sus sentencias las virtudes más elevadas de autonomía, independencia e imparcialidad, que puede reclamar el poder judicial en regímenes como el nuestro. Siempre he creído y defiendo la tesis de que los magistrados de la Corte Constitucional, al igual que los demás cargos de alto rango que no sean de elección popular (altas Cortes, Fiscal, Contralor, Registrador y miembros del Consejo Nacional Electoral) deben proveerse mediante un concurso público de méritos. Un concurso abierto, transparente que asegure idoneidad, cualificación académica, juicios jurídicos y donde la carta de presentación del funcionario sea su trabajo y no el padrino político que presiona al órgano público que lo elige. Defiendo la idea de una elección exenta de lobby y clientelismo. Creo que un concurso de público de méritos puede ayudarnos a identificar a todos aquellos profesionales (funcionarios, litigantes y académicos) que hacen su tarea silenciosa, que atienden con diligencia al público que los requiere en el despacho, al jurista que se actualiza con base en la jurisprudencia, al litigante que estudia cada caso como si fuera propio y no deja vencer términos, al docente que inspira con su ejemplo y hace que los estudiantes se enamoren de este oficio maravilloso del ver el mundo a través de la norma. Candidatos así, hay muchos y el concurso púbico de méritos sería una excelente oportunidad para que se incline la balanza en favor de aquellos cuyo mérito sea la excelencia y no la política.
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Del autor
John Fernando Restrepo Tamayo
Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.
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