Libertad e innovación: la sociedad abierta frente a las pandemias

Al momento de escribir estas líneas, y a sólo cinco meses de haberse iniciado la pandemia en la ciudad de Wuhan, investigadores del mundo entero han publicado 5914 artículos científicos1, en una base datos de libre acceso sobre el SARS-CoV-2. El genoma del virus, otrora un grial esquivo que exigía años de investigación y centenares de millones de dólares, fue secuenciado en diez días. Haciendo un paralelo con el pasado reciente, fueron necesarios 28 años para descifrar el genoma del VIH. El desarrollo de tests de detección ha sido igualmente vertiginoso: solo quince días después el descubrimiento del virus. Sin embargo, estos logros extraordinarios palidecen ante el más promisorio de los esfuerzos: hay actualmente setenta vacunas en desarrollo, algunas de ellas en fase de estudios clínicos en humanos.

Simultáneamente con estos hallazgos, una solidaridad generalizada y espontánea ha llevado a millones a ofrecer su esfuerzo, conocimiento y destrezas de una manera inimaginable hace apenas unos meses. Un Decameron global en el que la humanidad ha decidido educarse, entretenerse y guiarse mutuamente, sin mediar coacción alguna, para sobrellevar la peor crisis de salud pública de los últimos cien años. Desde conciertos caseros a consultas psicológicas e iniciativas de voluntariado.

La opinión pública mundial bien podría haberse decantado por hablar de este hito en la historia del conocimiento y la cooperación humana. De ese orden espontáneo hayekiano, que está descifrando y conjurando en tiempo récord una de las mayores amenazas de nuestra era; de cómo la sociedad abierta y globalizada se ha convertido en una máquina trepidante de resolver problemas. Por desgracia, el interés parece estar en otra cuestión, totalmente opuesta: la presunta necesidad de aumentar el poder del Estado (y, en consecuencia, de reducir el de los individuos) para superar la pandemia. Son muchos los que, confundiendo sus deseos con la realidad, han anunciado la muerte de la soberanía individual, el liberalismo y la globalización. Poco ha importado que democracias como Taiwán hayan tenido un manejo sobresaliente de la crisis. Han sido las ominosas prácticas del régimen chino (una dictadura que, como ninguna otra, usa tecnología de punta para reprimir y vigilar a su población) las que han empezado a ofrecerse como una respuesta odiosa, pero necesaria, contra el virus. El deseo de castigar a quienes incumplen las reglas y ponen en riesgo el bienestar general también da bríos a este enfoque represivo.

Entre las propuestas más conspicuas está la de controlar, mediante geolocalización, la actividad de la población para evitar aglomeraciones y contagios. A esto, que es una práctica común de la dictadura china, podría sumarse el monitoreo de datos biométricos como el ritmo cardíaco y la temperatura corporal, para detectar síntomas de contagio como la fiebre, vía dispositivos inteligentes como pulseras y relojes. Esto podría llevarnos a una nueva forma de totalitarismo que linda con la ciencia ficción. Pues, como apunta el historiador israelí Yuval Noah Harari, “La ira, la alegría, el aburrimiento y el amor son fenómenos biológicos como la fiebre y la tos”2 De manera que dar acceso a información biométrica equivale a dar acceso a nuestras emociones y sentimientos. No es difícil imaginar el uso que un gobierno podría darle a esta información. Podría sugerirse que se trata de medidas temporales, pero, como afirma Harari, las disposiciones temporales tienen la desagradable tendencia a volverse permanentes, y no hay ningún argumento convincente para pensar que los gobiernos del mundo renunciarán a tal poder una vez terminada la pandemia.

Más allá de señalar que es imprudente hacer un sacrificio permanente, sin retorno, para resolver un problema temporal, o de mencionar la obviedad de que no hay mejor arma contra una pandemia que la libertad de expresión (la censura del régimen chino solo empeoró drásticamente la situación); o de subrayar que es necio culpar a la globalización de la expansión mundial del virus, pues siempre ha habido epidemias a gran escala, como la proverbial Gripe Española, quisiera mencionar un acontecimiento histórico que ilustra la importancia de la libertad individual y el libre flujo de ideas y capitales para sobrevivir a una pandemia y reponerse de sus estragos.

Es natural buscar refugio en la autoridad en tiempos de crisis, creer que hacer concesiones ilimitadas a un poder central nos pondrá a salvo del peligro. Conservamos el impulso atávico de pensar que toda ofrenda será recompensada, que entregar las libertades, como quien sacrifica a un cordero en un altar, acabará con los problemas y nos llevará a buen puerto. Lo creían los romanos, que elegían a tiranos en momentos difíciles, y lo creemos ahora. Pero la historia nos enseña a desconfiar de este impulso primario.

En el siglo XIV la humanidad se vio en un escenario análogo al actual. Curiosamente, los actores también eran los mismos de hoy: por un lado, la formidable civilización china heredera de la Dinastía Song; por  otro lado, la paupérrima Europa medieval y, en el medio, la Peste Negra. La Peste, aunada a las invasiones mongolas, llevó a la sofisticada y descentralizada China de la pólvora y los relojes de agua, una sociedad de comerciantes e inventores, a convertirse en un régimen monolítico y represivo de burócratas y mandarines. La economía de subsistencia y la servidumbre reaparecieron. Los estragos de esta decisión se hicieron sentir durante siglos.

Según Angus Maddison, China fue el único país del mundo en tener un PIB menor en 1945 que en el año 1000. Mientras tanto, en Europa se gestaba una civilización construida sobre el capital, el libre comercio y la libertad individual. Las repúblicas comerciales italianas, cunas del capitalismo y el Renacimiento, fueron epicentro de una transformación inédita. Banqueros italianos, como los Médici, pulularon por el continente y apadrinaron innovaciones que cambiaron el mundo para siempre. La lección es que la Peste no centralizó el poder en Europa, como en China, y eso dio a sus ciudadanos la libertad suficiente para reinventar la sociedad. Podemos pues, perseverar en este experimento renacentista de escala planetaria que es la globalización, que nos permite construir una sociedad más robusta, adaptable y antifrágil,;o sumar al desastre natural de una pandemia, la nada natural tragedia de los Estados omnímodos.

 

 

Felipe Romero

Periodista, publicista. Interesado en historia, política y economía.

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