“Nuestro río ha sido prisionero de cuerpos que buscan sepultura y de otros que no pueden pagar la renta”
Vivo en una ciudad de anacronismos, tres de cada tres cuadras están controlados por cinco de seis policías que no lo son.
De norte a sur demoro treinta minutos en bicicleta, de este a oeste no suben los taxis.
Seis de cada diez mujeres son abominablemente bellas, las mismas seis son abominablemente perjudiciales para la razón.
Vivimos en una primavera imposible de respirar, nuestra seguridad depende irrefutablemente de los mismos que nos la quitan.
Tenemos el mejor café y sin embargo sólo tomamos el quemado, las flores más bellas decoran nuestras tumbas y a las aves las ahogamos con la mugre que ignoramos ser.
Nuestro río ha sido prisionero de cuerpos que buscan sepultura y de otros que no pueden pagar la renta.
Entre la nostalgia y la bohemia se da decoro al centro en que se prostituye al futuro y se droga la memoria.
Una ciudad demasiado inoportuna, caótica, morbosa, inquisitiva, prostituida y narco-parasitaria; sin embargo cuánta ventura hay en deshacer-se de Medellín:
Tomarse un café en el centro, fumarse un porro en algún parque, perderse entre tres o cuatro mujeres, olerse al río y subir en cable hasta donde no llegan los buses.
En esta ciudad de anacronismos (donde se vale llevarle la contraria a todo), claudicar ante los encantos que brindan las siluetas del metro, consagrarse a la sombra que espera en un semáforo intermitente o prometerse a la abstracción de ésta ciudad que embelese a sus mujeres puede ser la única forma de ser coherente, o al menos, sensato.