El 2 de octubre se cumplieron cuatro años de otro desacuerdo colombiano sobre lo fundamental. Porque el Gobierno Santos tomó la decisión de convocar al pueblo a un plebiscito para que se pronunciara sobre el pacto de La Habana con la guerrilla de las FARC y el resultado de esa cita democrática fue la victoria del NO y el evidente disenso entre colombianos acerca de una materia esencial para el país –la prueba es simple: no ha habido campaña presidencial en la que no se haya discutido el asunto durante poco más del último medio siglo.
Sin embargo, lo ocurrido ese domingo de 2016 no es la única la evidencia de ese desacuerdo. La renegociación con los voceros del NO fue un simple acto de protocolo, una cortesía artificial porque los cambios incorporados al texto para supuestamente tener en cuenta sus preocupaciones en realidad no tocaron la esencia de la discrepancia: la impunidad y la participación política para responsables de crímenes graves, crímenes que, en las palabras del preámbulo del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, “conmueven profundamente la conciencia de la humanidad” y “no deben quedar sin castigo”. Posteriormente Iván Duque fue elegido Presidente de la República y el Centro Democrático siguió siendo la bancada más numerosa en el Congreso de la República porque la impunidad de La Habana no es digerible para las mayorías colombianas.
Desde entonces, el Gobierno ha debido lidiar con una crítica implacable e injusta que ignora sus obras mientras lo responsabiliza por cosas que él no causo. Las incontables y periódicas marchas y políticos oportunistas mienten sistemáticamente. Por ejemplo, dicen que no ha habido recursos para le educación, cuando lo cierto es que este Gobierno ha asignado los presupuestos y subsidios más generosos de la historia nacional; soslayan el impacto de las más de 200.000 hectáreas sembradas con coca que el Presidente Iván Duque encontró al momento de posesionarse y que son el músculo financiero de los grupos ilegales que asesinan líderes, activistas y desmovilizados; y juzgan a su administración y a la Ley 100 de 1993 por la crisis provocada por el COVID-19 no con base en la evidencia sino a partir del prejuicio. Lo más bajo es que lo acusan de insensible y enemigo de la paz y el Estado de derecho porque, valiéndose de las herramientas que le brindan la Constitución y la ley, ha hecho lo que prometió en campaña: tratar de enmendar el compromiso de La Habana para que logre un auténtico consenso nacional.
Y si la pandemia y las dificultades de la economía que trajo el aislamiento habían suspendido las quejas por el convenio Santos-FARC, el desacuerdo al respecto se ha revivido ya por el cinismo, ya por la “verdad” de la FARC, ora por el proceso contra el expresidente Uribe, que encarna la injusticia de ver a un gran estadista y un patriota sincero enfrentar un proceso judicial mientras quienes querían asesinarlo pontifican desde el Capitolio Nacional. En efecto, el desacuerdo se ha hecho más patente porque, primero, la FARC matizó o eludió sus responsabilidades y, luego, confesó y pidió perdón por algunos de sus crímenes. La indignación mayor llegó esta semana, cuando la FARC admitió o se supo su responsabilidad en los asesinatos de, entre otros, Álvaro Gómez Hurtado, Jesús Antonio Bejarano, Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverry, y su intención de matar al expresidente Álvaro Uribe.
Es cierto que conocer la “verdad” sobre hechos luctuosos para Colombia es un avance. En este punto fundamental existe un acuerdo: nadie sensato se opondría a la trascendencia para nuestro presente y nuestro futuro de reconocer lo que ha sucedido. Como escribió Hernando Valencia Villa hace unas semanas en El Espectador, la verdad “es el punto de partida de la función jurisdiccional como única respuesta a la vez legítima y eficaz a la barbarie y la impunidad”. Pero precisamente por esto, aportar verdad es apenas cumplir una obligación que debe venir acompañada de la asunción de responsabilidad. Y como conmueve ver a delincuentes confesos en el Congreso de la República al mismo tiempo que el político vivo más querido por los colombianos debió renunciar a su curul de Senador buscando justicia y solo ahora recobrar la libertad que nunca debió perder, urge alcanzar el acuerdo sobre lo fundamental, el llamado constante y permanente de Álvaro Gómez Hurtado.
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