Preguntaba a la abuela o a la tía Adolfica por el abuelo taciturno. Lo recuerdo sentado en una peña en Alicante, con su bastón y su boina, mirando a un horizonte que debía contarle cosas que yo, tan niño, no veía. Alguna vez pensé que quizá había salido del pueblo donde íbamos en verano por esa esquina, bajando por esas calles tras el descampado, y que llegó a esa peña por ese camino, y miraba para recordar por dónde había llegado para que no se le olvidara el camino por si quería regresar. Pero donde miraba estaba el mar y él venía de tierras manchegas. Ese no podía haber sido el camino. Cuando el abuelo ya no estaba entendí que al otro lado del mar estaban los otros suyos que le hablaban de otra suerte, de otra vida, los que habían podido salir de España cuando la noche del fascismo nos cayó como un castigo. Preguntaba a la abuela o a la tía Adolfica y siempre, con cara de tristeza, me contestaban: tu abuelo era muy bueno, tu abuelo era muy bueno.
Porque no solamene les robaron la República que hizo que un herrero pudiera aprender a leer y a escribir y que les multiplicó la dignidad. Ya eran personas y le tiraban a la cara las pesetas con las que el cacique quería comprar su voto y su decencia, y le gritaban a la cara a esos alcaldes de siempre que en su hambre mandaban ellos, y sonreían para adentro porque sus hijos iban a poder ser más que ellos porque hay que ver cómo leían y qué bien escribían y cómo sabían decir su nombre y los nombres de todas las cosas: ¡pijo, el zagal que ni se afaita todavía y todo lo que sabe! Y mira que apañá la almondiguilla esta que no ha aprendido a coser y ya se ha leído más libros que el badanas del alcalde!
Preguntaba a las mujeres mayores de la casa y me decían tu abuelo era muy bueno, tu abuelo era muy bueno porque necesitaban lavar esa culpa arrastrada por décadas cuando iban a comprar el pan y sabían que las otras mujeres sabían que a su marido lo habían apalizado y encarcelado por, decían, delincuente, y no le daban trabajo en su herrería porque era un sindiós y un mal español y un perdido que había luchado contra Franco y contra España. Y cuando iban a misa los domingos, cuando ya las dejaron, siempre había algún recuerdo del cura hacia esos enemigos de Dios y ese hombre cristiano hacía énfasis en que nunca iban a pagar toda la culpa. Y las mujeres que ganaron la guerra miraban hacia atrás, hacia ellas, para que
supieran que estaban atentas. Delincuentes, ladrones, cuatreros.
En el mejor de los caso, lograban un favor de un primo que estaba en el lado de los vencedores y podían borrar su nombre del registro para ganar cuatro perras como fuera por si alguien quisiera contratarles. Pero ellas sabían que era bueno porque tantas dificultades eran por una causa. Y recuerdan que la República les trajo lo que siempre les habían quitado. Después, una España de luto. Y la abuela sabía y la tía Adolfica también, y lo sabía mi madre aunque nunca nos lo habló porque quería cuidarnos, no fuera a pasarnos lo mismo, sabían que el abuelo, pese a que casi lo matan a golpes, y sus primos, seguían siendo republicanos por dentro, con la misma sonrisa, y ayudaban al maquis que eran su familia, y les avisaban cuando hacía la guardia civil batidas, y el abuelo les despidió, con la abuela, uno a uno, cuando partieron a cruzar el mar, vete porque aquí van a terminar matándote.
Hoy es 14 de abril y veo a mi abuelo. Veo la esperanza en la sonrisa rota que solo ríe para adentro, y no olvidamos, porque esa bandera ha sido lo más digno de la historia de España. Una España de hombres y mujeres buenos que nos marcan el camino. Para que un día la sonrisa sea, en su nombre, para afuera.