Al presenciar los últimos sucesos bélicos se confirma una vez más que el enfrentamiento y la contienda parecen estar en el seno mismo de la humanidad. Es cierto que ante esto lo primero que nos viene a la mente la reciente guerra entre Israel y Gaza, no obstante, sigue habiendo otros conflictos menos mediáticos como la crisis en Yemen o en Siria. Asimismo, la invasión a Ucrania, las amenazas de China sobre Taiwán o de Corea del Norte sobre su vecino del sur.
La lucha es algo tan naturalizado que hasta la mitología nos habla que la creación del universo fue mediante la destrucción y el sacrificio. Los dioses forjaron el cosmos a partir de derrotar al caos. Como fuere, ya lo había señalado Friedrich Nietzsche, “la voluntad de poder” está ahí por doquier, tiñendo de sangre la tierra.
¿Cuál es el sentido de la guerra? ¿Por qué a pesar de vivir en una sociedad que se precia de “civilizada” las disputas no se pueden dirimir a través del diálogo y del respeto?
Lo curioso es que la lógica de la guerra perece ser la proyección de los intereses geopolíticos de un líder psicopático que contagia su odio y su sed de violencia sobre lo colectivo, de modo tal que personas que nada tienen en contra de otras y que eventualmente podrían haber sido amigas son convertidas pues en objetivos a los que hay que eliminar. En esta dirección podemos también reflexionar que lo que un individuo difícilmente haría en lo particular, ahora, coaccionado por la fiebre de las masas adquiere la capacidad de perpetrar las peores barbaries.
La obra de teatro escrita por Jean-Paul Sartre “Las manos sucias” arroja algo de luz al respecto. Un militante es enviado para fusilar a un enemigo, sin embargo, en la soledad del camino siente que “la orden había quedado atrás”. No había “obediencia debida” que valiera. Él era responsable de realizarla o no. Era dueño de su decisión y, por supuesto, de su libertad.
Las guerras son sentenciadas por una minoría, por una “mesa chica”, empero, son llevadas a cabo por la multitud. Esto pone negro sobre blanco que las muchedumbres ofician en el papel de “demiurgo” a partir de las ideas de un dictador. Lo que indica que si nadie en su sano juicio cumpliera ese decreto estas serían imposibles. Adolf Hitler no hubiese sido quien fue ni hubiese hecho lo que hizo si el pueblo alemán y su ejército no hubiesen servido como brazo ejecutor de las perversiones que se produjeron en la cabeza de una elite enferma. Es simple, pero ideal, tanto como lógico, que por su misma idealidad termina por ser una hermosa fantasía ante la cruel realidad.
Albert Camus, en su ensayo “El hombre rebelde”, obra que le costó la amistad con Sartre, justamente nos cuenta lo absurdo de las revoluciones armadas en la que se mata y se muere por credos prestados, incapacitando al conjunto para poder razonar independientemente robándoles el valor de la negación. Obviamente el escritor estaba considerando los crímenes de Iósif Stalin y de aquellos que, a pesar de tener consciencia de ello siguieron apostando a la Unión Soviética, donde creían que un proyecto común era suficiente justificación para estar por encima de la sacralidad de la existencia. Decir que “no” es un acto de rebelión individual que solo puede producirlo un sujeto que piensa por sí mismo en vez de ser pensado por el conjunto.
Reflexionemos lo siguiente: el teólogo y filósofo judío Martín Buber fue quizás quien trató como nadie las relaciones entre los seres y las posibilidades del encuentro. Buber estuvo horadado por dos acontecimientos fundamentales: el abandono de su madre siendo niño a la que solo volvió a ver treinta años después bajo una actitud de indiferencia y el surgimiento del movimiento sionista en Europa ante el crecente antisemitismo.
Durante su larga vida fue testigo de las repercusiones del caso de Alfred Dreyfus (quien fue sospechado y condenado injustamente solo por ser judío), de la reacción de algunos intelectuales de la época como la publicación del texto Yo acuso de Émile Zola, del Holocausto y de la restauración del Estado de Israel enclavado en la zona de Palestina seguido por las pugnas inacabables que esto generó. Dicho contexto hizo que Buber interrogara acerca de una cuestión básica: ¿por qué los hombres no podemos vivir juntos y en paz?
La respuesta la considera en su obra capital “Yo y Tú”. Buber sostiene que los hombres estamos envueltos en una especie de “caparazones” ideológicos cerrados que, si pudiésemos romperlos, redimiríamos al mundo a través de la contemplación auténtica de los otros. La correspondencia “Yo-Tú” es distinta a la de “Yo-Ello”. En esta última el trato es de sujeto a objeto, el otro no es asumido como semejante, sino como distante. Yo no estoy con el otro ya que ese otro me es indiferente. Lejano. Es un vínculo frío, espacial. Hay un abismo que nos separa. En cambio, la ligación “Yo-Tú” es de cercanía, de igual a igual. Es comunión con un prójimo símil, el otro es como yo. Es aproximación. Es silencio al habitar juntos. No hay necesidad de palabras, ya que no hay nada que decir, no busca motivos más que el encuentro en sí.
Para Buber esto es tan coyuntural que define la antropología misma. El hombre es nexo con la naturaleza, con los animales, con el otro y con Dios. De tal modo que esta sería una norma para superar el conflicto que tanto le preocupó en su tiempo: el árabe-israelí, pero que es aplicable a cada rincón de la savia humana.
Somos entes sociales, no podemos vivir en el aislamiento, de la misma manera que por alguna oscura razón no podemos morar por mucho tiempo en paz. Algo pasa. Algo nos separa de los otros. Ese misterioso hoyo oscuro, insondable, que tanto cuesta superar.
Siempre que se dirima desde la ideología y la cerrazón y no desde la autenticidad que nos constituye no tendremos un lugar mejor para estar. Mientras tanto seguimos dopándonos con lo digital, encerrando a los afectos detrás de las pantallas, obnubilando el entorno para no cavilar que si no vislumbramos al otro como un “Tú” esto puede acabar mal.
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