“¿Tiene sentido que alguien que declara su desprecio a la política se postule a un cargo político? Si sus objetivos no son políticos, ¿de qué naturaleza son? ¿económicos?”.
Con cada nuevo proceso electoral en Ecuador, el debate político se va vaciando de contenido para convertirse en una disputa por quién es el candidato más “antipolítico”. Los candidatos tratan de posicionarse como antítesis de “la política”, proclamando su superioridad moral por haber trascendido esa gastada distinción entre izquierda y derecha. Su única ideología, dicen, es la de “trabajar por el Ecuador”. En ese contexto, los partidos de alquiler hacen su agosto promocionando a candidatos acomodaticios.
Algunos candidatos nos dicen que no se sujetarán a los lineamientos del partido o movimiento que los auspicia, y que serán ellos y sólo ellos los que tomen las decisiones en caso de llegar a la presidencia. Que los partidos son meros vehículos para alcanzar el poder, dicen alegremente. Así, da lo mismo candidatizarse por el Partido Socialista que por el Partido Socialcristiano (cosa que un ex precandidato, de hecho, trató de hacer). Los partidos son irrelevantes, las ideologías no importan.
Cierto es que una de las funciones de un partido político en democracia es servir como vehículo electoral para los candidatos a cargos de elección popular, pero dicha función está subordinada a aquellas que le confieren su identidad como partido. Hablo de la agregación y canalización de demandas ciudadanas, del reclutamiento y formación del personal político (los representantes), del ejercicio y control del poder político, del diseño de políticas públicas.
En una democracia institucionalizada, los partidos políticos constituyen el vínculo entre la sociedad y el Estado. Sin un sistema de partidos consolidado, afloran los caudillismos, la apatía ciudadana, gestiones gubernamentales pobres y oposiciones desleales.
El descontento ciudadano con la política no debería ser motivo para que los candidatos a cargos de elección popular desconozcan sus aspiraciones políticas. Decir “yo no soy político” es darle la razón a quienes —con no pocas razones, dicho sea de paso— conciben a la política —la ecuatoriana, por lo menos— como un espacio plagado de corrupción y mediocridad.
Flaco favor le hace nuestros candidatos a la democracia ecuatoriana al tratar de despolitizarla y convertir al gobierno de un país en un símil de la administración de una empresa. ¿Acaso no nos ha enseñado nada la experiencia de los últimos dos años? ¿Tiene sentido que alguien que declara su desprecio a la política se postule a un cargo político? Si sus objetivos no son políticos, ¿de qué naturaleza son? ¿económicos?
El problema de nuestra democracia no son los partidos políticos, sino la ausencia de ellos. Aquellos que en algún momento lo fueron hoy han cedido a la tendencia de alquilarse al mejor postor, y ese que sobrevive como lo más parecido a un partido político ni siquiera se tomó la molestia de presentar un plan de gobierno ante el Consejo Nacional Electoral, convencido, seguramente, de que la promesa del retorno del Gran Ausente es plan de gobierno suficiente.
Si el nivel de nuestros representantes políticos es tan bajo, es justamente porque no existen partidos que cumplan la función de formar élites políticas medianamente preparadas para el ejercicio de la función pública. Si la fama o el dinero son los únicos requisitos para ganarse el auspicio de una organización política, ¿nos cabe esperar algo de nuestros representantes que no sea el burdo espectáculo y el enriquecimiento personal con dinero público? Al final del día, el que paga por una candidatura lo hace porque está dispuesto a recuperar la “inversión”.
En este contexto, lo que debemos exigir como ciudadanía no es candidatos sin pasado político o, peor aún, sin ideología —declaración que, además, en la mayoría de los casos, resulta falsa. La vía para asegurar una mejor representación es reformar las normas que permiten candidatos sin militancia en el partido que los auspicia, movimientos locales en elecciones nacionales, procesos no democráticos de elección de candidaturas, y un largo etcétera.
Si aspiramos a una mejor democracia necesitamos mejores partidos, que representen de manera organizada y coherente la diversidad de intereses que caracterizan a cualquier sociedad plural. Que formen élites políticas capaces de valorar y comprender la gestión de lo público. Que elaboren programas de gobierno y políticas públicas basados en evidencia y no en la imitación de programas foráneos de populistas con buena prensa. Que definan con claridad sus principios ideológicos. Que ofrezcan, en fin, un modelo de país coherente con esos principios, pero también fiel a la realidad nacional.
Si suena utópico, no es porque sea imposible constituir un sistema de partidos funcional y democrático —ejemplos en el mundo sobran—, sino porque, apáticos, nos hemos acostumbrado a no exigirle un mínimo a nuestros representantes: coherencia.
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