Como algunos lectores, tengo una persona muy cercana a mí que fuma todo el tiempo. Desde que tengo memoria, fuma. Y desde que puedo acordarme, detesto que fume. Su apego automático al cigarrillo en un balcón, en una terraza o en zonas que no son para fumadores como el carro o la cocina, me asfixia más que el humo que tantas veces me llega sin haberlo pedido. Detesto su vicio. Lo adoro, lo admiro y lo quiero en mi vida por mucho tiempo, eso hace que aborrezca más su estúpido vicio, porque me preocupa el daño que se hace constantemente a cambio de un minuto que le dura el odiado tubito de nicotina.
Es cierto que odio su vicio pero también he pensado ¿Por qué? ¿Acaso no tengo también vicios detestables? Seguro que sí, y muchos. Pero por alguna razón, no tolero que nadie me eche cantaleta por mis vicios, y aún así tengo el descaro de regañar hasta el cansancio a ese panzoncito que ha fumado toda su vida y toda mi vida , haciendo caso omiso a mi retahíla.
Él por lo menos, en medio de la sensatez que ha querido transmitirme, reconoce que fuma por vicio, que no lo necesita, que es algo malo, que sí, que el tabaco es nocivo para la salud y que sí, que lo quiere dejar. Por lo menos él se propone cada 1 de enero el “firme” propósito de no prender un solo cigarrillo más, y es tan consciente de la necedad que supone fumar que incluso ha cumplido su promesa…hasta el 5 de enero, cuando empieza otra vez su círculo vicioso de fumar y el mío de esconderle los cigarrillos.
Yo quiero tener esa sabiduría de este personaje: reconocer mis vicios. Confieso que a veces dejo libros empezados sin ninguna justificación, no pocas veces pospongo lo que tengo que hacer para el último minuto, contrariando esa frasecita tan conocida y tan poco aplicada de “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”; tengo también el vicio de dejar siempre algo de comida servida en el plato. A veces no puedo evitar darme baños eternos, que podría acortar si fuera más cuidadosa del agua. Tengo también una costumbre poco sana de no recoger la basura que veo en la calle, solo por pensar que no me corresponde y que otro la puede recoger.
Muchos días pasan con mi mirada fija en el pavimento, viendo la gente y los carros, atenta a mi camino, pensando en lo que tengo que hacer o en los lugares a los que debo ir y no me detengo ni un ratico a mirar al cielo, al sol o a la luna, y a agradecer por la “obviedad” de estar viva. Con vergüenza también acepto que en ocasiones soy egoísta con mi saludo o sonrisa a las personas con las que me cruzo. Tengo, además, entre muchos otros vicios, la mala costumbre de no decir “te quiero” a las personas que guardo en mi corazón, simplemente porque la vida va pasando y supongo que ya lo saben, que no es necesario, que yo se los demuestro.
Sé que puedo seguir con mi extensa lista de vicios pero el punto es ¿No son estos vicios peores que el de fumar? Les pregunto también a ustedes, que seguro le han echado la misma cantaleta que yo le he echado al hombre fumador del que les he contado: ¿No tienen también vicios que sean nocivos para la salud, no solo del cuerpo, sino del alma?
Yo, por mi parte, concluyo que tengo infinidad de vicios enfermizos e insanos y, al igual que ese hombre adicto al cigarrillo pero que me ha inculcado infinidad de valores, creo que como mínimo tengo que aceptar que mis vicios no son excusables; son perversos, odiosos, peligrosos y dañinos.
Si no reconozco esto con la sabiduría con la que lo acepta el fumador más bueno del mundo, terminaré por ver con total naturalidad el hecho de rendirme frente a algo que me exige disciplina, como leerme un libro completo; la procastinación propia de los perezosos, el derroche, la insensibilidad, la ingratitud frente a la vida, la hostilidad, y la actitud nefasta de dar por sentado lo que tengo y de no valorar a las personas que amo. ¿No es peor vivir así que con los pulmones un poco más negros?
El vicio de los vicios es, en definitiva, juzgar los vicios de otro sin reconocer los propios.
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