“creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.”
Lope de Vega.
Eros es un verbo, un movimiento, una palabra cuyo sentido escapa a los barrotes del lenguaje y se define por sus contornos, esto es, su «no ser». Metáfora de su vivencia y clave de su método: se reconoce la senda del amor al descubrir los caminos que nos alejan de él. No es otro el propósito de este texto. La impotencia ante la pregunta ontológica del amor, quiero decir, la incapacidad de dar cuenta de su «ser», hace que estas líneas sólo puedan rozar su experiencia, sus desafíos, su significación social y, ¿por qué no?, los efectos a los que está condenado. Si el enigma que nos convoca es esa totalidad que sólo se termina de saborear en su ausencia, procede tratar entender su esencia desde las fronteras de tiempo y espacio que le alienan, evitando por todos los medios la cursilería poética, el mecanicismo de los sentimientos o un análisis sociológico aséptico.
Cuando se piensa en el amor, es común el uso de adjetivos, es decir, cuando se quiere dar cuenta del amor se echa mano de palabras que den cuenta de sus tensiones epocales. Así, el amor cortés, romántico o líquido, por poner algunos ejemplos; aparecen como los primeros salvavidas ante las perplejidades que depara los límites propios del pensamiento para meditar la esencia compartida de la experiencia amorosa en los ires y venires del tiempo: palabra sin apellidos. No es un mal camino. En las impotencias de nuestra época es donde más fácil hace carne la alienación de la vivencia amorosa. El problema reside en contener la reflexión allí. La historia, más que un confín del pensamiento, es una excusa, un punto de partida y una clave analítica para aproximarse a una esencia del amor que con los embates del tiempo adquiere diversas formas; ¿cuál es la nuestra?
El individualismo, cómo lógica cognitiva epocal, es la espada de Damocles con la que, en la modernidad, se experimenta el amor. La trascendencia teleológica del yo contemporáneo, su lógica centrífuga y, como no, la formación por oposición de su identidad, son formas particulares en que se expresa la perversión con la que el proyecto secular moderno aflige al sujeto amoroso. La modernidad hace, así, de la experiencia amorosa una experiencia profana, esto es, ubica al sujeto que la vive en una prescripción conductual que le exige adecuar medios a fines utilitarios y pragmáticos en su relación con el objeto amado. Estos fines son, evidentemente, morales, ello no es ninguna novedad, no obstante, lo particular de la experiencia amorosa contemporánea no sólo es el fin moral en sí, sino la lógica con la que el sujeto se propone alcanzarlo.
Ante el declive de la fuerza de los metarrelatos explícitamente teológicos que, otrora, brindaban una sensación de protección al sujeto, éste hace de su ideal del yo su fin moral. Luego, sin importar cuál sea el escenario (la familia o la vida profesional, por poner dos ejemplos fáciles) en que él desee proyectar sus expectativas amorosas, lo interesante es que la imagen del yo que se configura en el campo situacional a partir de esas expectativas es, en últimas, el eje constitutivo de su moral y por consecuencia de su praxeología. Esto significa que el sentimiento amoroso deviene en ilusión. Quien ama, quien cree amar, quien busca desesperadamente el amor, fantasea con la imagen de sí mismo que el otro provee. En el mejor de los casos, fantasea con la imagen del otro, que no es lo mismo que fantasear con el otro, puesto que éste ya es presa del deseo y sus demandas, a las que no puede corresponder.
Para mayor claridad un ejemplo menos «clásico». El malestar y las críticas de las personas que se identifican con los movimientos contraculturales contemporáneos, como el feminismo, con el amor romántico, son, además de una forma de dar una explicación al padecer que ha generado sus fracasos en el campo amoroso, una manera particular legitimar el “nuevo” fin moral con el que viven el amor. Poliamor, amor libre (a propósito, ¿oxímoron o pleonasmo?), relaciones abiertas, en fin, sea cual sea la manera en que se pretenda nombrar estas propuestas de relacionarse con el otro, más que picardías semánticas son maneras de enmarcar en una narrativa los fines morales de sujetos que empiezan a desplazar su identidad según discursos altamente politizados. La teleología del yo se vuelve cristalina en el sujeto que, a su afecto, le da trascendencia militante[1].
Bajo este caso, dos elementos son curiosos: uno, cómo estas nuevas prácticas amorosas pretenden eliminar -consciente o inconscientemente- el sufrimiento de la experiencia amorosa; dos, cómo, en consecuencia, la idea del amor se construye en oposición al padecer, en orden de encontrar fórmulas prescriptivas no sólo de la experiencia amorosa, sino del erotismo mismo. Resulta paradójico, así, que una idea que pretende emanciparse de una prescripción epocal, caiga en otras quizás más limitadoras. En todo caso, lo importante acá es señalar que, ante la ausencia de la sensación de protección que el cristianismo daba, la necesidad teológica del ser hace una especie de movimiento pendular en donde el sujeto, ya incapaz de encontrarle sentido al sufrimiento, pretende eliminarlo. Mismo sol, distinta lluvia.
Pero este movimiento del ser se somete, como siempre, a fuerzas contradictorias, a saber: el porvenir utilitario de lo que se convierte en la operación amorosa suele hacerle, al sujeto, extraña la experiencia amorosa en tanto su característica profana (moderna, epocal) se yuxtapone a su esencia santa (por definición, arquetípica). La oración precedente resume la alienación en la que suele caer la experiencia amorosa moderna, pero hay que tener cuidado con reificarla. No es baladí que se utilice la palabra yuxtaposición en vez de oposición para dar cuenta de la relación entre el amor y nuestros tiempos. Que la secularización del sentimiento amoroso acontezca no significa, ni mucho menos, que lo santo no se presente en lo profano, pero sí implica una dificultad extra para develarlo.
Fronteras del ser y el tiempo. Hacer al otro responsable de la pesadez de las opacidades propias y ritualizar el amor ante la epifanía de su cansancio. Es en la intersección de estos puntos donde el sujeto da el salto que promete la cura definitiva: el orden nos libera de la angustia de saborear el agridulce clima del encuentro con quien se atreve a señalar la semilla que contiene nuestras luces y sombras. Luego la mirada hacia el otro es ya ensimismamiento, su verdad y su valor se diluye entre las demandas del deseo, constituido en la falta, y la gratuidad del encuentro se mutila en fórmulas, ecuaciones y prescripciones. Abrirse al otro para encerrarle en nuestra prisión particular, o mejor, para encerrarnos con él. La incógnita debe encauzarse por medio del camino que señala nuestras paradojas: el amor no es sólo un sentimiento.
Ejercicio -o jornal, matizaría Rilke- que no tiene fin. Estar haciéndose. Devenir. Lo santo no se revela, como ingenuamente nos gustaría creer. Es en la decisión de amar la carne y su inmanencia dónde se vislumbran los destellos de lo divino. Ir hacia al otro. Liberarlo de la imagen con la que nuestro deseo ha decidido encadenarlo. Camino fútil que, pese a todo, aguarda el goce del empeño por la verdad de un eterno enigma. Trágica conciencia de que, tras el suave terso de una piel amada, está la posibilidad de su putrefacción… y pese al horror que esta figura produce, mantener los ojos abiertos sin desviar la mirada, nuevamente, hacia un cielo o un infierno ya conocido. Esto es amor: imaginar al sujeto amado en movimiento, hacer de él, como Eros, verbo… sin predicado.
[1] Acá podríamos pensar en un caso opuesto que se da en la misma lógica. El argumento de que tener relaciones “comprometidas” que perduren en el tiempo, en vista de la liquidez o fugacidad de las relaciones contemporáneas, es revolucionario, no deja de ser un sofisma con el que se pretende dar trascendencia moral a un afecto particular (además de una irresponsable fraseología pseudorrevolucionaria). Justificar así un sentimiento en el todo, proyectando la salvación de lo ajeno en la intimidad, es una narcisista manera de no asumir el delirio amoroso y sus riesgos.
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