Según ciertos analistas, cuya característica común es que utilizaron sus puestos de trabajo para promover el SÍ en el plebiscito y para atenuar el robo de este mismo, el nombre del presidente Juan Manuel Santos Calderón, líder del proceso de paz, retumbará, de manera positiva, en los libros de historia. Lo cual se consumará, según estos analistas, cuando las generaciones futuras de colombianos y colombianas (así escriben algunos) de bien miren hacia el pasado y, quizá con nostalgia, hallen en Juan Manuel Santos Calderón, en su obra, una especie de prócer de la patria. Es decir, cuando la consciencia del mañana se imponga sobre la miope consciencia del presente y salga a la luz el significado de su nombre. Juan Manuel Santos Calderón: el prohombre que, después de salvar al pueblo colombiano de morir en las garras del temible grupo narcoterrorista FARC, condujo el país hacia la paz.
Análisis éste que, a mi modo de ver, es absurdo. En especial porque las FARC, ahora un monstruo de dos cabezas, están vivitas y coleando. Y digo dos cabezas porque, a diferencia de lo que había sucedido hasta la firma de la paz, las FARC ahora tienen, además del ejército irregular que desde antaño delinque en provincia y se esconde en el monte, un comando de avanzada con tinte político, legitimado y protegido por el gobierno Santos y avalado y querido por actores y medios afines, que, por lo visto con Santrich, delinque en la ciudad y se esconde, cuando no en la JEP, en la Iglesia. ¡Grave! ¡Muy grave!
Es más, según estos analistas, prueba fehaciente de la acertada gestión del presidente Santos en materia de orden público, producto de la paz, es el hecho, cuantificable, medible, científico, según el cual los enfrentamientos entre las autoridades del estado y las FARC y, por consiguiente, los muertos que dejan dichos enfrentamientos están pasando por su mínimo histórico. Un dato estadístico que, aunque puede ser cierto, parte de una lógica elemental. El gobierno Santos, guardadas excepciones, dejó de perseguir el crimen. Con el agravante de que en algunos casos, como frente a las FARC, no solo dejó de perseguirlo sino que se volvió su cómplice. Lo cual, por sustracción de fuerzas, implica menos muertos, menos enfrentamientos, menos militares heridos, pero no menos cultivos ilícitos de droga, no menos extorsión o, para decirlo en una sola palabra, no menos crecimiento de las diversas manifestaciones del crimen. Que, a la larga, es lo que hoy por hoy está sucediendo en el país. ¡Ojo!
Ojo por el cual, digo yo, es difícil que, ante el implacable juicio de la Historia, el presidente Juan Manuel Santos Calderón salga bien librado. Y es que, si somos juiciosos, lo único que, desde su primera posesión hasta la fecha, él ha hecho es debilitar, la ya de por sí débil, estructura del estado colombiano. Y lo peor: debilitarla en contravía de la voluntad popular para favorecer, incluso sobre el bien común, los intereses de un grupo narcoterrorista.
Igual suerte, por supuesto, correrá su coequipero, el ex vicepresidente y hoy candidato presidencial German Vargas Lleras. De nada, creo yo, le servirá tratar de engañar a la Historia posando de Poncio Pilato y lavándose las manos frente al empoderamiento en que su gobierno (porque el de Santos era y es el suyo) deja a las FARC. Lo que, por obvias razones, presupone que tampoco podrá engañar al elector. O, dicho de otra forma, que su reculada, incluso para aspirar a la presidencia, es tardía.
No obstante, éste, el expresidente, a diferencia de Santos, aún tiene una opción para enmendar la plana y salir airoso ante el juicio de la Historia. Pues para nadie es un secreto que en sus manos hay una carta poderosa. Un AS de corazones con el que, de renunciar a su candidatura y sumarse a la de Duque, podría evitar la segunda vuelta electoral y, por qué no, el ascenso de Petro, con todo lo que Petro implica, al poder.