“La verdadera justicia crea oportunidades, evita los daños, brinda equidad, todo lo que haya más allá de eso solo venganza”
Érase una vez, en un país sudamericano con emblema tricolor, un caudillo de apellidos Uribe Vélez. Un hombre inteligente y de gran carisma que gobernó la nación durante ocho años, o dieciséis, o dieciocho, dependiendo de quién narre el cuento. El caudillo dividía amores, odios y opiniones. Para unos era un patriota, una esperanza contra una epidemia mortal que, aunque azotaba varios países cercanos, nadie sabía con exactitud de qué se trataba; el Castrochavismo. Aun así, yo los comprendo, el solo nombre suena aterrador. A pesar de su fama de galante salvador, los otros lo señalaban de paramilitar, genocida, corrupto y peor aún; de dictador, una acusación despreciable en la democracia más antigua de Latinoamérica. No es que nunca se robaran las elecciones, ni que nadie hiciera fraude, pues ese era el deporte nacional. Lo que pasa es que tanto el robo electoral como el fraude cotidiano se hicieron siempre bajo las más francas reglas de la democracia, es decir, fueron para todos y contra todos.
Uribe Vélez tocó en algún momento el cielo del poder, era querido, amado, le comparaban con Simón Bolívar, otro dictador, pero por alguna razón inexplicable nadie se ofendió por aquel entonces. El líder bombardeó las selvas de toda la nación -obviamente no por su propia mano, en este país es indigno que un caudillo se manche de sangre a menos que esté a punto de morir por mano ajena-. Lo que importa es que la gran amenaza de la guerrilla comunista dejó de tomarse un montón de caseríos que no aparecen en ningún mapa y, además, con el TLC que negoció Uribe que dejó por el piso la economía campesina, llegaron más baratos miles de carros de la USA y la gente de bien pudo volver a viajar por las carreteras del país, con tantos huecos como guerrilleros tuvo alguna vez. La victoria fue costosa, pero los buenos muchachos de Uribe solventaron todo con un éxito sin precedentes y es que la autoridad serena tuvo que “chuzar” a uno que otro juez comunista y corrupto, elevar la moral nacional lanzando “manzanas podridas” contra unos miles de pelaos desocupados que no estaban recogiendo café, sino poniendo sus marihuaneras greñas en favor de la insurgencia. Este costo tan alto fue inaudito para quienes se declaraban demócratas y defensores de derechos humanos; “sicariato moral y guerrilleros de civil” dijo el caudillo y el país lo escuchó.
A partir de aquí la historia es algo confusa. Un tal muñeco diabólico llamado “Chucky”, o “farcSantos” en otras versiones, reemplazó al caudillo, a petición suya, pero lo traicionó haciendo una paz satánica con los guerrilleros. En algunas zonas del país se reportaron actos homosexuales esporádicos y públicos por machos varones y berracos el día de la firma del acuerdo, sin embargo, este fenómeno nunca pudo ser explicado por la medicina contemporánea. Uno que otro campesino pidió que se respetara el acuerdo, expondría aquí sus argumentos, pero si no le importaron al país, menos a ustedes, así que sigamos.
El tenebroso muñeco que incautaba plantas alucinógenas e ilegales para inspeccionar el mismo su calidad -de esto hay fotos que lo comprueban- abandonó el poder tras ocho años, para dar paso a una especie de cerdito cantante y futbolista, un tipo joven y bonachón, querido y con unas canas que denotaban su profunda experiencia adquirida en la Universidad del Uribismo, a solo veinte metros de la renombrada Harvard. Lo mejor, era recomendación directa del caudillo, no había cómo equivocarse al elegirlo, era el llamado a hacer trizas el acuerdo diabólico. Tuvo un rechazo espantoso, le acusaron de ser un títere, de encubrir la corrupción y de ternar a su mejor amigo para fiscal general, pero lo peor; que sus canas eran teñidas ¡y eso sí que no! Así que a los mamertos desocupados que marcharon casi todos los días y ni siquiera tuvieron la decencia de hacerlo por el andén o un domingo, a punta de gases, balas y bolillo se les hizo respetar la democracia, si señor. Además, un virus chino confinó a los marchantes, no sin antes ser tachados de vagos, irresponsables, destructores e inconformes con un país tan bello como este.
El gran día llegó durante el confinamiento y fue una auténtica locura. Al parecer un hámster que a la vez era abogado sobornó a unos testigos a nombre de Uribe Vélez para callar la letra pequeña de la factura que pagó el país por el triunfo en la guerra antisubversiva. Ese día el gran caudillo tropezó ante unos magistrados, algunos dicen que políticos y otros los tachan de miembros de un cartel de togas, pero los más mesurados simplemente los ubican en la Corte Suprema de Justicia, nadie tiene la última palabra. Lo que sí es cierto es que estos delegatarios de la justicia, aquel día decidieron, invocando la protección de Dios, pero no el mesías de Paloma Valencia ¡Ni riesgos! sino el Dios del preámbulo de una tal constitución de 1991, poner preso a Uribe Vélez ¿permanentemente? Aún no se sabe, solo el tiempo y el derecho -o la política- lo dirá. Lo que sí es cierto es que, ese día, en este terruño de tierra cafetera los unos lloraron mientras los otros reían ¡Al unísono! En esta esquina del continente este espectáculo natural solo se puede vislumbrar los días de elecciones o finales de fútbol.
Sin darse a la espera, los seguidores leales del caudillo salieron a las calles a reclamar ante esta infamia porque peor que un virus chino que ataca los pulmones es ese tal virus Castrochavista, ya saben; “mejor malo conocido que bueno por conocer” y nadie conoce aún con exactitud qué diablos es el Castrochavismo. Reitero, suena terrorífico. Mientras tanto los vagos desobligados veían, con licor en mano y sonrisa en la cara, como los godos infringían su propia ley marchando por fuera del andén y en un día bastante lejano del Domingo. Consultando con algunos expertos, parece que el malvado magistrado que encerró al líder tenía el respaldo de la ley penal, de las garantías constitucionales y esas pendejadas que les gustan a los demócratas en Europa y a los guerrillos en América Latina. Pero la ley no importa, pues esa misma ley dejó en libertad, no me consta, a un ciego narcotraficante que anda por la selva armado como Rambo, aseguran los unos que ni derechos humanos tiene ese adefesio. Así que lo que realmente importa no es la ley, ni los derechos ¡NO! lo que importa es la patria y los héroes, sean corruptos o no. Ahora ellos quieren cambiar la Constitución para destruir esas cortes políticas y reemplazar, de una vez y para siempre al Dios del preámbulo por el mesías de Paloma Valencia ¡Viva la Revolución Uribista!
Acaben con las cortes o no y aunque el caudillo termine tras las rejas, los muchachos que nunca recogieron un grano de café en su vida seguirán en sus fosas comunes, los extraditados, extraditados y los chuzados, chuzados ¡Y lo que falta por chuzar! En el caso del caudillo no hay razones para celebrar pues justicia es el respeto por los derechos y no el amor por el rejo. Fin.
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