De acuerdo con una de las Cinco Tesis Filosóficas de Mao Tse-Tung, la práctica es el criterio de la verdad. Y los hechos, no la ideología, sustentan la superioridad de una sociedad basada en el liberalismo político, la propiedad privada y el ánimo de lucro, y que corrige mediante medidas distributivas los desequilibrios que la amenazan y pueden llevarla a la rabia colectiva. Efectivamente, el siglo XX enseñó que una sociedad cohesionada por una clase media amplia, la fraternidad entre ciudadanos y un Estado de bienestar (welfare State) que procura la igualdad de oportunidades para todos es la más democrática y libre y, por la misma razón, la menos propensa al totalitarismo. La socialdemocracia ha contenido a radicales, y la evolución de los mapas del hambre y la prosperidad ha dado la razón al capitalismo social y sus pilares y demostrado que el comunismo y el fascismo son ideologías falsas, programas errados que han servido a regímenes inhumanos.
Aunque desde finales de los setenta de la centuria pasada las ideas de economistas liberales clásicos vinculados al Círculo de Viena y la Escuela de Chicago, como Friedman, von Hayek, von Mises, han informado políticas públicas en todos los continentes, durante los últimos cien años la mayor parte del mundo occidental ha sido dirigida por las preocupaciones socialdemócratas de John M. Keynes. Los gobiernos de Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos (resuelto a superar la Gran Depresión que siguió a la crisis de 1929), David Ben-Gurión en Israel (socialdemócrata sionista), Alfonso López Pumarejo en Colombia (líder de la Revolución en Marcha, influenciada por la República de Weimar de 1919 y la República Española de 1927) y la consolidación del Estado social alrededor del planeta -proceso facilitado por el colapso del bloque soviético, la apertura china y las olas democratizadoras, y cuya última conquista significativa es la llegada a la Casa Blanca de Joe Biden- ilustran el triunfo de las ideas del economista británico, cuyo mayor mérito es haber contribuido a la reducción global de la desigualdad, como lo explicó extensamente el historiador Tony Judt, a quien tuve el gusto de escuchar una noche fría en Madrid durante la cual presentó en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales Postwar, su obra más conocida.
Si es cierta la afirmación de Herbert Marcuse según la cual solo se rebelan los que nada tienen que perder, y si la invitación del marxismo a la revolución proletaria solo encuentra terreno fértil donde las contradicciones de clase son tan insoportables que degeneran en odio y resentimiento, defender una agenda socialdemócrata es lo correcto desde el punto de vista de las libertades y la característica esencial de la socialdemocracia sería el pragmatismo. Y esto es lo que Colombia requiere después del difícil 2020, en el que, producto de la COVID-19 y el aislamiento, el país terminó con un desempeño económico negativo equivalente a una reducción del 7% en el Producto Interno Bruto y unas tasas de desempleo e informalidad que, al terminar enero, el DANE calculaba en 17,3% y 48,7%. Si a los obstáculos para generar más y mejores puestos de trabajo que se convierten en desespero se suman los retos para acceder a la educación y a los servicios de salud en medio de la pandemia, la inseguridad creada por la delincuencia común y el desafío de grupos armados ilegales que sueñan con implantar en Colombia un modelo socialista, y los discursos que desprecian la generación privada de riqueza, base material de la oferta social del Estado, y el reformismo democrático, la ciudadanía podría dejarse tentar, en medio de su frustración, por las promesas del adanismo populista que no cree en cambios progresivos sino bruscos porque, a su juicio, todo se ha hecho mal (los líderes políticos de la nación han sido, para esa forma de ver la realidad, estúpidos o ruines -como si la historia humana no fuera más compleja).
Quien mejor ha interpretado el momento y con más vehemencia ha promovido la profundización del que podría llamarse liberalismo socialdemócrata es Álvaro Uribe. Consciente de que no importa el color del gato sino que cace ratones, como dice la frase popularizada por Deng Xiaoping, y de que uno es de izquierda o de derecha dependiendo de quién lo juzgue, como escribió Norberto Bobbio, el ex Presidente nunca se ha detenido en etiquetas. Justamente su pragmatismo y su defensa del centro político prueban que en sus propuestas para Colombia conviven el liberalismo clásico y la socialdemocracia neokeynesiana.
Desconociendo la teoría y las realizaciones sociales del ex Presidente, como su trabajo para que Colombia sea un país de propietarios cubiertos por sistemas universales de salud y pensiones y su presteza a gravar a los más ricos si es necesario (a través de los impuestos al patrimonio y la riqueza), muchos lo reducen a “neoliberal”. Pero esos mismos parecen ignorar que el Estado colombiano, como lo ha documentado Salomón Kalmanovitz, no ha hecho sino crecer pese a que los Chicago boys supuestamente están en la Casa de Nariño desde los ochenta, y que la política social no es patrimonio de la izquierda, como lo hacía notar en Cornell el profesor Robert Hockett, asesor de Bernie Sanders, al recordar que fue un conservador, el Canciller alemán Otto von Bismarck, el pionero de la seguridad social en el mundo. La socialdemocracia, en realidad, es patrimonio del pragmatismo liberal, el mismo que promueve Uribe.
En su columna “Pobreza: desafío democrático de la pandemia”, publicada el 14 de marzo en El Tiempo y que es la mejor síntesis de sus iniciativas para superar la crisis actual y no arriesgar la democracia en 2022, el ex Presidente reconoció el esfuerzo del Gobierno Duque para aliviar la situación de los colombianos más pobres (41 billones de pesos, incluido el Régimen Subsidiado de Salud), pero pidió “ampliar la tarea social”. En resumen, Uribe, no obstante admitir el alto nivel de endeudamiento de la nación con respecto al PIB, superior al 50%, defiende, como el neokeynesiano Paul Krugman en The conscience of a liberal, la expansión del crédito para estimular la economía; la educación gratuita para estratos uno, dos y tres; ajustes laborales que redunden en más tiempo libre para los trabajadores sin afectar su remuneración y los niveles de productividad; la protección de algunos sectores, como el textil, sin oponerse al libre comercio; la austeridad del Estado evitando duplicación de funciones y congelando sus gastos generales para ahorrar diez billones en diez años; y, una nueva reforma tributaria que, sin perjudicar a los más vulnerables y la clase media, permita aumentar el recaudo necesario para sostener y extender programas sociales como Ingreso Solidario, Jóvenes en Acción, Adulto Mayor, el subsidio a la nómina concedido mediante el Programa de Apoyo al Empleo Formal, entre otros.
Esta apuesta es sugerida por la Historia y los hechos del presente. Como escribió el ex Presidente, “[l]a dificultad social lo impone […] [c]on ciudadanos mercando en los basureros y otros disminuyendo el número de comidas, no hay democracia que se sostenga. La economía fraterna se vuelve imposible mientras haya motivos para la rabia social”.
Haría un gran favor, a esos ahorros que propone, el que se aleje de la vida pública y se le puedan suprimir a el y su familia sus esquemas de seguridad, los cuales le cuestan al país miles de millones de pesos al año