En el año 1900, en la vieja Europa central, el joven Franz de 17 años, era vigilado obstinadamente por su madre para que no descubriera el sexo. Una criada de la familia, fue sorprendida cometiendo un acto lujurioso, con un trabajador que entró a la casa de los Kafka por unas mercancías. El trabajador no fue amonestado, porque para la moral de aquella época -y la época de ahora- ese impulso era “natural” en el varón; pero, la muchacha fue despedida inmediatamente. No fuera que ocurriera otra situación similar y el adolescente incólume, débil, primogénito del hogar, descubriera “tales inmundicias” de la carne.
Unas vacaciones familiares no excluían tan duro plan de vigilancia maternal; incluso, en esas salidas se intensificaban las miradas sobre el muchacho para evitarle algún encuentro con la excitación que ofrece el mundo exterior. El lugar elegido para el paseo fue un pueblito cerca a la casa. Lo que no sabían sus papás, es que en la maleta que preparó Franz, ya iba, el más perturbador y liberador de conciencias: un libro, un ejemplar de la obra “Así habló Zaratustra” de Nietzsche, el filósofo que moriría ese mismo año, dos meses después de esta historia.
Tampoco sabían los padres de Franz, que el tema tabú de la sexualidad, ya se lo habían expuesto gráficamente dos amigos mayores, que le explicaron en “teoría” lo que aún era muy lejano en la práctica. Por el momento, Franz iba con su libro de filosofía, donde no iba a encontrar instrucciones sobre la sexualidad, pero, sí una revolución interna existencial sin parangones.
Llegaron al hotel, y Franz encontró allí a una chica de su misma edad que se llamaba Selma. Ella inmediatamente se sintió atraída por aquel chico solitario que parecía muy inteligente, él se fijó en ella. El verano era largo. Los adultos intensificaron la vigilancia, había entrado el demonio en acción: una muchacha.
Por fin, -nos relata Reiner Stach- biógrafo de Kafka: “Selma y Franz se pusieron de acuerdo en escaparse entrada la noche, cuando todos dormían, al amplio jardín, donde, al pie de una colina, había un banco con vistas a la curva de Moldava, resplandeciente a la luz de luna. También había un bosquecillo, lo bastante alejado de todas las edificaciones, y allí, al borde de un claro, fue donde Franz, armado con una vela, sacó del bolsillo el Zaratustra de Nietzsche y empezó a leer en voz alta lo que durante el día había estado declamando para sus adentros”.
Ni el biógrafo oficial, ni el lector de la biografía que es el escritor de este pequeño texto, que no fue capaz de escribirlo como un cuento, ni los papás de Kafka, supieron si en esa noche, después de aquellas palabras de Zaratustra, leídas con la más fuerte pasión, siguió una caricia. Uno quisiera pensar que sí, que el espíritu dionisiaco atrapó a estos dos jóvenes, y que lograron burlar el puritanismo de la época, y que sintieron la vida palpitante bajo esa luna. Todo indica, que si hubo caricia o no, no hubo nada más.
Aquel misterio de la sexualidad, sólo lo enfrentaría el tímido Franz –y eso sí lo sabemos por la biografía-, tres años después cuando tendría 20 años, y luego de ello vendría el miedo, la soledad, el enigma de la mujer, y todos los silencios con los que Kafka se convertirá en escritor.
Lo que sí nos quedó, fueron unas palabras que escribió Franz en el álbum de Selma como despedida, palabras que nos llegan cien años después y que valen oro, para los que amamos a Nietzsche, para los que amamos a Kafka, y que justifican, o mejor dicho, que salvan este fracaso de no lograr escribir un cuento hoy:
“Cuántas palabras hay en este libro [Así habló Zaratustra]
Están destinadas a recordar. ¡Como si las palabras pudieran recordar!
Porque las palabras son malos alpinistas y malos montañeros. No alcanzan los tesoros de las cumbres ni los tesoros de las profundidades.
Pero hay un pensamiento vivo que recorre, suave, todos los valores del recuerdo como con una mano acariciante. Y cuando de esa ceniza se alza la llama, ardiente y cálida, fuerte y poderosa, y tú la miras como hechizada, entonces…
Pero no se puede escribir este casto recuerdo con mano torpe y toscas herramientas, sólo puede hacerse en estas blancas páginas carentes de exigencias. Y lo hice el 4 de septiembre de 1900”.
Franz Kafka
Pero, no logro pasar del formato racional del ensayo, no logro superar la reseña académica, no logro pasar de la razón a la belleza, de los argumentos a la literatura. Me he tirado la posible historia pasional de Selma y Franz por no saber inventar, no logro rozar siquiera la narración fantástica de Kafka y de Rulfo, y sigo escribiendo como un historiador, como un docto y no como un literato. Y reconozco esta frustración el 17 de mayo de 2017.