Dos hechos recientes demuestran, como si hicieran falta más pruebas, la necesidad de reformular la estrategia de seguridad que viene implementándose desde Santos y que, con mínimos ajustes, se ha ejecutado también en este gobierno. En materia de paz, seguridad y lucha contra el narcotráfico este gobierno es más de lo mismo aunque, es justo decirlo, lo haga un poquito mejor.
El primero es el incremento de producción de cocaína hasta llegar a 1.228 toneladas, 8% más en el 2019 y más que nunca en nuestra historia. Semejante cifra obliga a reconocer que fracasó la «nueva estrategia» sobre narcotráfico pactada entre Santos y las Farc.
El segundo fue el carro bomba en la Brigada 30 en Cúcuta que, por cierto, también tiene un vínculo con la coca: todos los grupos armados ilegales que operan en la frontera están metidos hasta el cuello en el narcotráfico, cualquiera que haya sido el responsable.
El episodio, en el que de milagro no hubo muertos, mostró una falla protuberante en la inteligencia y quizás en la contra inteligencia, si fuera verdad que hubo militares involucrados. Además deja patente que ni se aprenden las lecciones del pasado ni hay preparación para enfrentar situaciones similares. No es la primera vez que meten automóviles con explosivos en instalaciones de la Fuerza Pública. Recordemos los atentados en la Escuela Superior de Guerra en 2006 y el de la General Santander en 2019. Como si nunca hubieran pasado, hoy es más fácil ingresar a un cuartel militar que a un edificio cualquiera.
Ambos hechos prueban que, además, el conflicto armado sigue vivo. «Disidencias» y «reincidencias» de las Farc, Eln, Epl y los carteles se enfrentan al Estado y en ocasiones entre ellos con niveles de violencia que, a la luz del derecho internacional humanitario, no dejan duda de la persistencia del conflicto.
Más allá de las posturas de entonces sobre las conversaciones y el pacto con las Farc, de discusiones ideológicas o partidistas, cualquier política de seguridad debería empezar por reconocer el conflicto y construirse desde ahí.
El segundo elemento es la importancia crucial del narcotráfico en la violencia. Si no le rompemos el espinazo el país no tendrá futuro.
El tercero es la peligrosísima erosión de los pilares estratégicos en que se basaron los éxitos de seguridad hasta el 2014: la voluntad política de vencer a los violentos, la cooperación ciudadana con la fuerza pública, la superioridad aérea, y el fortalecimiento y sofisticación de los aparatos y operaciones de inteligencia y contra inteligencia.
La necesidad de diseñar y poner en marcha una política específica contra las muertes violentas y, en particular, el homicidio, que se ensaña con los más jóvenes y los menos educados, es el cuarto. No podemos acostumbrarnos a vivir con tasas de homicidio cuatro veces superiores al promedio mundial.
Quinto, la creciente influencia extranjera. Por un lado, la de los carteles mexicanos, cada día más poderosos en nuestro país. Por el otro, el de Venezuela, que sigue siendo refugio, retaguardia estratégica y referencia ideológica de los grupos ilegales colombianos, además de socio estratégico en sus negocios ilegales. Finalmente, el accionar cada día mayor de agentes de inteligencia rusos y cubanos en nuestro territorio.
Finalmente, desde el 2019 ha emergido una nueva amenaza que, por su naturaleza mixta y heterogénea, es muy compleja y muy difícil de enfrentar: la famosa revolución molecular disipada que algunos distraídos atribuyen a teóricos de supuesto origen neonazi. La verdad es que los mismos integrantes de las Farc se refieran a ella y su sustento es un libro de un marxista radical francés.
La reforma policial solo debió ser resultado de un nuevo diagnóstico en materia de seguridad y defensa y de una nueva estrategia. La Policía, como las Fuerzas Militares, son medios y, por tanto, sus condiciones y características deben ser las que se necesiten para cumplir los objetivos estratégicos. La reforma, por cierto anunciada en muy mal momento, en medio de los bloqueos, solo supuso una tácita aceptación gubernamental de la verdad de las críticas formuladas a la Policía y gastos como los de un nuevo uniforme que, en circunstancias de grave crisis fiscal, son exuberantes y superfluos.
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