Una ciudad llena de ruidos

En la noche siempre sonaban nuestros ruidos. Ella era un ruido. Yo era otro ruido. A veces se escuchaban nuestras voces, detrás de los ruidos. Son las tres de la mañana, decíamos, ella o yo, y los ruidos nos contestaban desde adentro, pero no entendíamos si nos rectificaban la hora o si se indisponían porque los interrumpíamos. Solo comprendíamos que de un día para otro estábamos hechos de ruidos, llenos de ruidos por dentro, ruidos y más ruidos, montañas de ruidos. Una noche antes de dormir, le pregunté que si escuchaba nuestros ruidos. Y ella me miró molesta.

— ¿Cuáles ruidos? ¿las ratas?, dijo, y miró de un lado para otro.
— No, los ruidos, dije.
— ¿Los ruidos? insistió.
— Nuestros ruidos.
— Te estás volviendo loco, me dijo.
— Son los ruidos que llevamos por dentro, respondí.

Ella volvió a mirar de un lado para otro. Luego, se miró ella misma y me miró a mí, en el espejo colgado frente a la cama. Los escucho cuando quiero, a veces uno no está de humor para oír tantos ruidos, dijo, tirándose a la cama, y se puso una almohada contra la cara. A mí me pasa que no puedo dejar de escucharlos, le dije. Me parecen otras voces dentro de mí, ajenas a mí. Ella no contestó nada. Son los ruidos, insistí. Es el hambre, dijo por fin, con un suspiro. Parecía enfadada. Y por lo visto, dijo, siempre tendremos hambre. Me acordé de ella y de mí, un año antes, reuniendo ahorros, pidiendo plata prestada, vendiendo la licuadora y la cama, la nevera, los libros, para poder viajar. Sí, dije, pero también hay algo más. No son únicamente los ruidos del hambre, el estómago, los intestinos, hay algo más, estoy seguro.

No dormimos esa noche. Hicimos el amor tan rápido como implacable, como dos voraces desconocidos. Y, sin embargo, el sueño no nos llegó, el frío del invierno nos caló en los huesos, de nada servía el calor de nuestros cuerpos. Las noches siguientes tampoco logramos dormir. De día buscábamos trabajo, sin éxito alguno. O robábamos comida enlatada en el supermercado. A ella le iba mejor, pero un día me contó que tuvo que escapar corriendo. No volveré a hacerlo, me dijo, con una voz asustada.

Tenías razón, hay algo más, alguien más, me dijo un día, como a medianoche. Cállate, dije, abriendo los brazos. Y ambos alargamos los cuellos, como si así oyéramos mejor. Y estuvimos oyendo, en silencio, hasta el amanecer. Ya voy entendiendo, ¿y tú?, le dije. Sí, me respondió, yo también. La escuché con atención. Escuché su ruido. Ella entera era un ruido. No empieces, dije. Mamá tenía razón, no debimos venir a esta ciudad, soltó ella, con un sollozo. Luego, estuvo en silencio hasta que se durmió.

Avanzada la noche, fue ella quien despertó para hablar de los ruidos. Ya sé, dijo, y encendió la lampara en la mesita de noche. Yo la miré, por primera vez en meses la miré de verdad. Estaba pálida. Sus ojos brillaban detrás de unas ojeras hondas, como pozos. Debía ser a causa del invierno. Ya sé, repitió, son los ruidos secretos, ahora sí entiendo. La miré a ella y me miré a mí, en el espejo, cuando de pronto, una rata apareció reflejada en la esquina inferior del espejo, saliendo de un zapato. Se estregaba el hocico con las patas delanteras. También la rata pareció descubrirnos y despareció. ¿Ahora sí entiendes?, pregunté. Y, como la rata, me cubrí el rostro, me froté los párpados. Yo no quería que entendiera. Es este maldito invierno, mentí.

Es esta ciudad, me dijo. Escucha. La medianoche siguiente me dijo exactamente lo mismo: escucha, se oyen más. Escuché con atención y era cierto. Es verdad, se oyen más, respondí. Inclinamos las orejas a los ruidos. Estuvimos a la escucha de los ruidos. Y a pesar de que finjamos ocuparnos de otras cosas, seguimos a la escucha de los ruidos. Yo tenía la secreta esperanza de que ella me persuadiera, y me dijera: duérmete, olvídalo, pero ahora parece más convencida que yo, más desesperada de ruidos, de ríos de ruidos por dentro, desesperada de no entenderlos, de entenderlos a medias, de interpretarlos erróneamente.


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Jorge Cárdenas

Es psicólogo. Nació en Bogotá. Cárdenas piensa que la literatura es una de las terapias a las que podemos acudir una y otra vez en la vida. El acto de escribir es catarsis pura. Y la lectura, es ese espacio de tiempo en el que nos permitimos abandonar el cuerpo que habitamos para encarnar otros más, para viajar, ir de un lugar a otro sin movernos, y ser muchos a la vez.

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