“sentía que su dentadura se había vuelto una verja odiosa entre él y su gente. Un mascadero de un blanco que hacía difícil ver las separaciones entre diente y diente, que por poco volvía sinsentido sus apariciones ante los medios haciéndose llamar representante”
El ministro Mancino dormía arropado hasta la barbilla y por primera vez, luego de meses, estaba soñando algo. Su capacidad para mantener el sueño era envidiable porque, como suele ocurrir cuando se contempla una imagen insólita, su reposo no estaba libre de una cierta exaltación. Los altibajos percutían en un bruxismo agravado por las láminas de oro que se había hecho instalar en la boca, que con frecuencia le dejaban la mejilla adolorida, como sometido a los chequeos rutinarios de un médico agreste. Soñando, con el dolor aún leve, la pared de su cuarto no escampaba. La ciudad había perdido el contorno planchado de sus colinas y se había vuelto una loma pedregosa. No había adoquín en el suelo que no fuera arrancado por los pobladores, que usaban nada más que las manos para extraerlos, con un desespero tan urgido como resuelto. En alguna otra ocasión, como las congregaciones habituales de la plaza cercana, la estética de los adoquines de basalto habría serenado y disuelto cualquier turbulencia en medio de diálogos y todo tipo de disputas, pero en un panorama como el de esa noche no había tramas ni mucho menos patrones en las piezas de basalto que divirtieran en los pobladores el deseo de llevarse los dientes dorados del ministro, por más que tuvieran, solo en el piso, uno de los patrimonios más velados de la ciudad y de toda la región desde el momento en que fue ensamblado, hace siglos, cuando una artista local decidió inventar el arte no elevado. Con la salvedad de que recientemente, gracias a las gestiones públicas, era fácil encontrar pelos de ratones entre las junturas y en una que otra, pelusa de niño, que de vez en cuando alguna viejita aprovechaba en construir pulseras y collares. Desde el inicio de su cargo, el ministro Mancino se había decidido a comprar una vivienda en una zona popular, la única casa disponible en el barrio, que, por efectos del azar, era el edificio más alto y él por tanto se había encargado de llevar al natural de la fachada común: un acabado de púas logrado por una pintura extremadamente de segunda. De lo que no se había ocupado hasta entonces era su habitación: aún coincidía con la ventana más alta de la torre; rodeada de la pared con la que ahora hacían contacto las piedras llovidas desde abajo.
Sería falso afirmar que el ministro lo supo desde el principio, que su decisión bucal tendría ese tipo de pasiones en la población. Por el contrario, si había algo que le estaba molestando era que hubiera llegado el punto en que todos tuvieran los dientes acanalados, permeables y, algunos, cremosos, menos él, quien era incapaz de lucir estacas al desplegar los labios pero sentía que su dentadura se había vuelto una verja odiosa entre él y su gente. Un mascadero de un blanco que hacía difícil ver las separaciones entre diente y diente, que por poco volvía sinsentido sus apariciones ante los medios haciéndose llamar representante. Cuán poca naturalidad. La gente desde abajo no aguantaba las ganas de llevarse sus nuevos dorados. Las piedras regaban la pared y al tocar las púas formaban gotas como en pleno salto desde la superficie de un estanque. Algunos, con las manos desocupadas, incluso dibujaban ganchos en el aire extendiendo el brazo. Izquierdo, derecho, daría igual si cada diente se encuentra a ambos lados de la cara. Con la única excepción de los dientes del ministro Mancino, todas las piedras parecían volverse móviles con la excitación sin importar que provinieran de la calle o las fachadas antiguas, transformando la ciudad en el lomo de un puercoespín prehistórico. Quien por un momento se quedaba sin piedras para arrojar, cerraba los ojos aplicando fuerza y con las manos bien amuñuñadas presionaba ambas mejillas, como si comprimiera la cara.
Los niños, algunos todavía lactantes, también deseaban la boca del ministro Mancino. Competían con los ratones que circulaban por debajo de ellos con un gesto labial tan alejado de la etiqueta como el que usan los niños de los dientes de hueso para desgarrar el maíz de sus sopas. ¡Quieren mis dientes! Pero si tienen el color de los suyos, seguía el ministro en sueños, que zarandeado por la alteración que estos le provocaban, metió la cara bajo la almohada. Estaba durmiendo en un cuarto hermético, de tal modo embotellado que la ventana, también cerrada, apenas dejaba pasar la luz. Hacía suficiente frío y no sentía la necesidad de levantarse para abrirla, aunque le quedara justo de frente, a muy poca distancia de su cama. Era esa la única ventana privada por la que veía a su gente y pese a que todos sabían que vivía allí le gustaba instalarse a mirar y sentirse no observado, entendiendo que no era lo mismo que sentirse no correspondido, lo que habría supuesto un problema real para después de tantos gestos amorosos como los suyos. A pesar de su alejamiento, a cierta hora del día era posible verlo en un destello marrón, a veces amarillento, que se alcanzaba a distinguir desde la calle de abajo y a través del vidrio de la fachada. Mucho hacía aceptando las invitaciones a los podcasts, visitando los estadios, hablando personalmente con los jugadores y asistiendo a las conferencias universitarias. Gestos naturales, por lo demás, que no se ponían en duda porque el gesto de simplemente exponer los dientes en toda ocasión lo dejaba en una posición buena, alejado de las «dobles caras» y también de alguna de ellas. De todos modos, ninguno de los maniáticos ni las lunáticas empedradas tenía la puntería como para romper esa ventana. No todos mantenían la energía para recoger los rebotes y los brazos exhaustos comenzaban a propagarse, en parte porque habían intentado servir de escalinata a otros en una réplica de torre. También los jardines de alrededor habían dejado de proveer buenas piezas, pues de ellos ya solo estaban extrayendo gravilla polvorienta. La ciudad era el tablero de un mal perdedor.
Abajo, una familia esperaba a que la hija, una niña semidesnuda encargada del sondeo, volviera con la noticia de alguna grieta, cierto hueco, una erosión que permitiera acortar la distancia entre ellos y el ministro Mancino. Pero no había, pues las pocas grietas revelaban no ser sino desgastes de una capa de friso que dejaba expuesta una pared prácticamente recién hecha, así que también esos tres, madre, hija y padre se desaparecieron, exhaustos, el papá con pisotones de gigante y la niña con su segunda o tercera arruga en la cara.
Solo una rebanada de luna los había mantenido en el gusto de la insolencia frente al edificio a esas horas. A medida que transcurría el sueño del ministro, todos se habían ido retirando de a poco a sus casas y hasta los animales habían despejado el sector. Se habían agotado. Aunque se aseguraban de no perder de vista ninguno de los ángulos de la construcción mientras se alejaban. Unos pocos de ellos seguían la retirada de espaldas resistiendo el cansancio y el abrigo de los párpados para quedarse con una última buena imagen de la torre. Aún soñando, el ministro Mancino no estaba muy claro de que la instalación de su boca había comenzado a funcionar como un encofrado, un molde de tablas, como todo oro, repleto de marrón. Dentro, sus dientes habían empezado a madurarse, y por el dolor que su habitual bruxismo aumentaba, se despertó quitando la almohada de encima de su cara. Todavía faltaban unas dos horas para que amaneciera, pero en vista de su privilegiado y escalonado sueño, no le haría falta reponer energías. Extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo y se relajó para pensar cuando el ratón entró por la puerta. El hermetismo provocó que cuando esta se abrió, los ojos del ministro Mancino hicieran el intento de explayarse, sobresaltados. Pero estuvo todo el rato tranquilo, mientras desde arriba el ratón sujetaba el oro con dos dedos y salía por la misma puerta. Aquello le devolvió al ministro la fatiga, pero tuvo que esperar una media hora para poder dormirse de nuevo. Al despertar, ya con claridad solar, se dio cuenta de que el ratón se había llevado una muela sin siquiera aplicar fuerza, pero sentía en la mejilla un dolor más potente que de costumbre.
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