Un proceso constituyente y más de medio siglo de instrumentalización del Estado colombiano

Hace más de 150 años algunos artesanos, ilustrados y un sector amplio del “pueblo bajo” de la entonces República de la Nueva Granada increpó al legislativo al adoptar su «ejemplo de conculcar la Constitución”, según se señala en un periódico del siglo XIX: El 17 de Abril. En vista de que “un sacudimiento político en toda su estension era indispensable” para cambiar un orden que “conculcaba (…) todas las nociones de lo justo i de lo racional”[1], negros libres, indios, artesanos, pobres de todos los colores, ilustrados, un sector de la élite militar, etc., adoptaron los mecanismos antijurídicos de los parlamentarios, llevándolos hasta sus últimas consecuencias: el golpe de estado de 1854.

Si bien mucho ha pasado desde entonces hasta nuestros días, existe una continuidad histórica que merece la pena señalarse, a la luz de los acontecimientos de interés actual: la incompatibilidad entre el cuerpo jurídico del estado colombiano y las necesidades y exigencias de las mayorías sociales.

Los congresistas que conculcaron la Constitución de 1853 se habían aprovechado de todos aquellos hombres que apoyaron sus esperanzas futuras y la redención de un pasado de dominación colonial en los beneficios que traerían las reformas liberales. Esto con el propósito de instituir un orden económico librecambista, favorable al desarrollo de las necesidades de la burguesía incipiente de nuestro país. La apelación instrumental al ciudadano con capacidad de injerencia en el curso político de la nación hizo gala entonces, para operar más tarde como constante en la historia política colombiana: basta recordar cómo los partidos tradicionales se aprovecharon del voto femenino en el plebiscito de 1957 para dar paso al Frente Nacional, y con ello a su victoria electoral.

Una y otra vez los mecanismos de la democracia liberal han demostrado su servil inclinación hacia la defensa y la satisfacción de las necesidades económicas de una pequeña porción de Colombia. Ello se supo en Caquetá, Arauca, Cauca, Valle del Cauca, etc., con los resultados del plebiscito en torno al Acuerdo de Paz en el 2016: territorios asolados por un conflicto de más de 60 años entendían cuán alejados de su experiencia vital se encontraban no sólo los mecanismos decisorios del Estado colombiano para garantizar los derechos elementales del pueblo, sino también sus resultados. En estos últimos: un “no” para la paz, se expresaban los intereses de los especuladores de tierras, los grandes propietarios agrícolas y ganaderos, y también de los empresarios por los que el paramilitarismo ha velado durante todos estos años. Por otra parte, un proceso democrático como el plebiscito mostraba su verdadera naturaleza al contar con el beneplácito del empresariado urbano y su necesidad de inversión de capital extranjero.

Más allá de la radiografía de la cuestión, todo esto puede comprenderse como un producto de las raíces malsanas, formadas con el orígen y el desarrollo del estado moderno colombiano. Decía Charles Berquist[2], un historiador del siglo XIX colombiano, que todo el poder económico acumulado durante el período colonial permitió a ciertos grupos el fortalecimiento del poder político que luego les permitiría expedir y ejecutar medidas favorables a sus aspiraciones particulares. De este modo el Estado y el aparato jurídico que garantizarían unas relaciones modernas entre ciudadanos libres e iguales, tal como reza el credo del liberalismo clásico, se contaminaron con el más sórdido halo de verdad: la libertad  y la igualdad jurídica eran dominio exclusivo del político-propietario.  La sensación actual de que el Congreso no representa a la población mayoritariamente precarizada, endeudada, enferma, y sin garantías futuras de una vejez con pensión o tranquilidad, parece contener los rudimentos de un pasado que aún pesa “sobre el cerebro de los vivos”. A la experiencia vital de las mayorías poco han servido fácticamente el derecho y la ley, a la hora de resolver sus necesidades y problemas más inmediatos.

La propuesta de una constituyente, en el marco de esa vieja incompatibilidad que ha favorecido,  desde siempre ―a pesar y en contra de las disputas populares― los intereses de la clase dominante, parece, a primera vista, ser el único mecanismo para la defensa de cambios reales.

El debate instalado por el presidente Gustavo Petro en las últimas semanas se puede analizar a través de este marco de comprensión: es un debate que busca apelar a mecanismos democráticos, en contra del proceder antidemocrático de los representantes del pueblo en el legislativo y de quienes obstaculizan, con su poder, todo intento de cambio. No obstante, este es un debate que no logra conciliar a primera vista la distancia que separa al provecho de los mecanismos de la democracia liberal con  respecto a los intereses de las mayorías sociales en la actualidad (y mucho antes). Petro, después de todo, eleva su romanticismo democrático hacia instancias que le impiden una lectura más profunda de la realidad social.

Si “cada época forma su propio material humano” y contiene unas exigencias teóricas, políticas, etc., merece la pena cuestionar el llamado a una constituyente, considerando el estado general de las bases sociales a nivel nacional. ¿Acaso hoy existe, entre las mayorías, una inclinación espontánea y viva hacia la transformación del espectro legal que idealmente rige sus vidas y atiende a sus problemas más inmediatos? Sabemos que la diversidad de los sujetos y experiencias que aglutina Colombia nunca se ha unificado por medio de la formalidad y el horizonte normativo del estado, por más que su última carta constitucional de 1991 haya intentado lograr tal objetivo.

Sabemos también que el ímpetu y las conquistas del movimiento popular de base tienen una procedencia autónoma que se escapa, naturalmente, a la simple convocatoria presidencial. La fuerza del movimiento de las mayorías precarizadas efervesce a la luz de problemáticas que instalan un carácter común en la experiencia de cada sujeto, que lo enlaza a una comunidad política frente y junto a la cual es posible exigir, reclamar, sancionar o disputar la aceptación de la incertidumbre, la pobreza, la humillación, la violencia…  En otras palabras, sabemos que  las manifestaciones populares que amenazan al statu quo resultan, necesariamente, en determinadas condiciones en que el proceso material de vida entra en crisis, irremediablemente, ante las contradicciones históricas del modelo económico y social. 

No obstante lo anterior, es cierto que los nuevos horizontes que permitan una vida mejor y más justa en cuanto a las condiciones vitales mínimas (derecho al trabajo, a la salud, a la pensión….) deben invocarse, enunciarse, llamarse a través de la discusión pública, deben defenderse políticamente desde abajo y con compromiso solidario. Tal y como es claro que se pretende mediante el llamado a instituir un proceso constituyente y como parece que está ocurriendo a través de los diferentes mecanismos asamblearios implementados actualmente en algunas universidades públicas como la Universidad Nacional de Colombia, además de algunos distritos productivos como el sector cafetero.

Es preciso reconocer que dentro de la esfera política se impugnan injusticias, se libran batallas y también se ganan conquistas, todo lo cual compone la atmósfera particular que determina el peso específico de los rasgos de una sociedad, incluidas las posibles transformaciones a implementar, de ser necesario.


Todas las columnas de la autora en este enlace: https://alponiente.com/author/sdquinteror/


[1] Joaquín Pablo Posada, “El 17 de Abril”, n.°1, Bogotá 7 de mayo de 1854, páginas 13. Disponible en Banco de la República, Biblioteca Virtual, Hemeroteca Digital Histórica. Recuperado de https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll26/id/3563/rec/23

[2] Charles Bergquist, Café y conflicto en Colombia (1886-1910)ed (Bogotá, Banco de la República, El Áncora Editores, 1999), pp. 36.

Sarah Daniela Quintero Ruiz

Estudiante de Historia en la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín; integrante del Centro de Estudios Estanislao Zuleta y del Centro Colombiano para la Investigación Social.

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