Hay dos grandes misterios en las ciencias humanas: el origen del universo y el origen de la conciencia. A la mayoría de humanos terrícolas se les ha olvidado, no obstante, que forman parte de la ecuación del universo; creen que todo lo que existe es objetivable y, en su creencia, eliminan de la ecuación todo lo que no puede ser convertido en cosa a estudiar. O sea, se eliminan a sí mismos.
Porque el humano terrícola que observa es un punto ciego, un aspecto de la existencia que se resiste a ser visto y que, sin embargo, participa de ese universo que los humanos terrícolas, la mayoría, consideran enteramente cognoscible; por eso la mayoría está ciega ante lo incognoscible, o sea ante sí misma, no por no saber, sino por no saber que no sabe. Y quienes saben que no saben prefieren callar, ya no tanto por no tener nada que saber, pues algo saben, sino por no tener que asistir a ese obsceno espectáculo que es la hilaridad grotesca de quienes pretenden saber que todo lo saben.
Por tales cosas y muchas más, la física no se había interesado nunca por la conciencia, al menos no en plan serio. Aunque muchos físicos, principalmente los zumbados que saben que no saben, en cuanto que humanos terrícolas, sí suelen atender a tales asuntos en su vida privada. Últimamente, a uno de esos zumbados, el físico Michio Kaku, le ha dado por acercarse al problema en plan profesional, o sea, de la manera en que los físicos se acercan a los problemas; o sea, con método y tal.
A los físicos, dice Kaku, les mola categorizar las cosas y recurrir a los números para explicar el mundo según relaciones y predicciones. Pero, primero, hay que definir el problema; o sea, la conciencia. Si no se sabe cuál es el problema, difícilmente se podrá hallar la solución.
Así que Kaku define la conciencia: “un conjunto de bucles retroalimentados necesario para crear un modelo de nuestro lugar en el espacio en relación a otros y en relación al tiempo”.
No cunda el pánico, que la cosa es sencilla. Hay tres níveles en eso de los bucles retroalimentados: la conciencia del espacio, que es la de los reptiles; la conciencia de la relación con otros, que es la de los mamíferos, animales sociales por excelencia; y la conciencia del tiempo, que es la de los humanos terrícolas, capaces de adelantarse al presente imaginando el futuro y por tanto haciendo planes.
El cerebro reptiliano se encarga de hacer mapas del territorio y situar al sujeto en relación a los objetos, presas y/o asociados; el cerebro mamífero sugiere las mejores maneras de tratar con tales, elaborando jerarquías y determinando los comportamientos más adecuados para cada ocasión, ya sea agachando la cabeza, ya sea empitonando al personal; el cerebro específicamente humano, el neocórtex, contempla el mañana –el toque de lirismo está copiado de Kaku—.
Bueno, hasta aquí nada nuevo.
Ahora bien, ¿cómo se evoluciona de una conciencia a otra? La idea implícita, “obvia”, es que la conciencia es emergente de la materia, o sea, del cerebro; de lo contrario no sería ciencia. Esto no es obvio, como afirman otros físicos – Roger Penrose, por ejemplo— pero así son las cosas en el mundo de los humanos terrícolas que necesitan objetivar el universo, y así hemos de continuar por el bien de este artículo.
Los robots, por ejemplo, tienen una conciencia reptil, y desde hace décadas se está trabajando, sin mucho éxito, en el gran problema al que se enfrenta la inteligencia artificial, que es dar el salto cognitivo que les otorgue una conciencia mamífera, con sentimientos y tal. ¿Emergerá una conciencia más desarrollada de los conglomerados de silicio? Esto, en realidad, tampoco nos diría nada del origen de la conciencia, si es que hacemos caso a la idea aquella de que el cerebro es una antena que recoge la información del universo según su perfeccionamiento físico y tal. O algo así, parecido, vienen a decir ciertos teóricos de la información, como Vlatko Vedral y el mismo Penrose.
En el lado opuesto a los robots en el espectro conciencial, y seguimos con la lección de Kaku, nos encontramos con los seres ajenos al planeta Tierra; o sea, los extraterrestes, algunos de los cuales debería ser más inteligente que los humanos terrícolas, aunque sólo sea por conservar algo de esperanza en el bien del Cosmos y el buen hacer de los demás asuntos extradimensionales. Kaku se pregunta: “si son más inteligentes que nosotros, ¿qué significa ser más inteligente que nosotros? Nos llevarán varios pasos de ventaja si son más inteligentes que nosotros”.
Pero, en fin, no es posible comprender una inteligencia superior por causas evidentes, ni tan siquiera si esa inteligencia superior quisiera ayudar en el intento educativo; tampoco el más guay de los perros podría comprender la física cuántica por mucho que se esforzara su dueño en hacerle comprender.
De la misma manera, llegará un día, nos cuenta Kaku, en que los robots serán más inteligentes que los humanos. Y, entonces, serán ellos los que se pregunten las cosas esenciales sobre los misterios de la existencia. Esto, mira tú, no se antoja tan difícil, pues la mayoría de los humanos terrícolas ya no se preguntan nada sobre los misterios de la existencia. Algunos, de hecho –los de la hilaridad grotesca entre otros— ni siquiera saben, porque creen saberlo todo, qué es el misterio.
Avanzando en el estudio físico de la conciencia, llegamos a la definición de autoconciencia: “autonciencia es cuando te pones a ti mismo en el modelo”, afirma Kaku. O sea, está el modelo reptil del espacio, el modelo mamífero de las relaciones sociales, el modelo humano del tiempo y el modelo también humano de situarse a sí mismo con respecto a sí mismo.
Simple y económico, como gusta a la ciencia.
En todo este asunto hay una evidencia inherente: la conciencia evoluciona. Lo bueno es que permite un mensaje guay tipo ecologista: en ese continuum evolutivo, los humanos terrícolas están unidos a las conciencias animales; en todos los dobles sentidos que se quiera imaginar. Y, hay que añadir, también somos uno con las conciencias extraterrestres y también estamos dentro de esas semillas de silicio de las que habrá de emerger las conciencias robóticas del mañana. En caso de que haya un mañana, claro. Pero para eso está la fe en las inteligencias superiores, para ser optimistas.
Y eso, que la física se empieza a ocupar de la conciencia. Mola. Quizás haya peña que piense que, tras tropecientas palabras, este artículo no ha dicho nada nuevo. Bueno, es lo que tienen los comienzos de toda investigación científica, que no dicen nada nuevo. Pero Michio Kaku es un tipo grande: además de ser uno de los padres de la Teoría de cuerdas, permite que los zumbados que en el mundo somos podamos remitirnos a gente inteligente y preparada “científicamente” para hablar de extraterrestres y futuros distópicos en plan The Matrix y tal.
A Kaku se le quiere. Y mucho. El problema es la conciencia, que no se deja querer. Quizás sea porque no todo en el universo es objetivable. Pero eso no queda científico. Aunque, seguramente, será cosa de la evolución que no se la comprenda. Algún otro día, quizás, cuando los humanos terrícolas sean realmente conciencias superiores.
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Un físico nos explica la conciencia | Al Poniente