“Tristemente, lo que en algún momento Eugenio Espejo formuló como una afirmación, con el tiempo se convirtió en una ingenua pregunta a la que hoy no nos queda más que responder con resignación: No.”
Tan generosa ha sido la mano de nuestro benefactor, Daniel Noboa Azín, que a escasas horas de empezado su nuevo mandato presidencial nos ha convertido en Suiza. Porque si no, ¿cómo se explica que el problema político nacional más urgente sea la retirada de un mural y no la inseguridad, la situación económica o la democracia?
Además de lanzar interminables elogios al presidente por dar un discurso de quince minutos sin apuntador —dándose, además, el lujo de citar (mal) a Goethe en alemán—, los patronos de la opinión pública nacional han llenado las redes sociales con sus sesudas reflexiones acerca de la pertinencia de retirar el mural “La imagen de la Patria”, realizado por Oswaldo Guayasamín, del pleno de la Asamblea Nacional.
¿Será que a nuestros sedicentes republicanos les molesta la presencia de Simón Bolívar, Eugenio Espejo o Vicente Rocafuerte? ¿O no será, tal vez, que están dispuestos a deshacerse de la obra completa con tal de no mancillar el parlamento con la presencia de simbología indígena o con la representación del sufrimiento de los trabajadores de un país pobre gobernado por ricos?
Los más avezados directamente se quejan de que el mural no representa a todos los ecuatorianos porque su autor es indígena —imagino que también les conflictúa que la música del himno nacional haya sido compuesta por un francés, ¿no?— y, peor aún, hay indígenas representados en él. Los que tratan de disimular mínimamente su racismo en cambio argumentan que la obra representa “los prejuicios y taras ideológicas del pasado”. Lastimosamente para estos intelectuales de cafetín, la historia ecuatoriana es igual a la de cualquier otra nación: una sucesión interminable de héroes y villanos, de esperanzas y tragedias que no pueden ocultarse bajo la alfombra siguiendo la burda consigna de “virar la página”. Menos aun cuando esta discusión —afanosamente seguida por los medios de comunicación— nos impide tratar los temas verdaderamente importantes que conciernen, ya no al futuro del país, sino a su doloroso presente.
Quisiera creer que hay un interés real por discutir sobre aquello que podría representarnos como nación a todos los ecuatorianos —aunque, a decir verdad, si una obra del mayor de nuestros artistas pictóricos no nos representa, no sé yo si lo hará, por ejemplo, una caricatura de Bonil. Pero como conozco a mis coterráneos, tengo la certeza de que no van por ahí los tiros.
A algunos simple y llanamente les molesta la ideología y el origen étnico del artista. Resentido y victimista, como no puede ser de otra manera. Otros tantos —críticos de arte de revista de farándula— sugieren que hay que retirarlo porque la obra no se encuentra a la altura de sus exigentes estándares estéticos. Hay incluso quienes denuncian la obra como otro ejemplo de adoctrinamiento correísta, a pesar de que el mural lleva 37 años en el legislativo.
Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que esta acalorada y ridícula discusión ha servido para desviar la atención de hechos harto más relevantes, como que este año se proyecta —para variar— como el más violento de la historia o que la fiscal general saliente violó la autonomía de funciones durante más de un año para asegurarse un puesto como embajadora en Argentina. Y, como no podía ser de otra manera, también nos ha permitido asistir a la enésima demostración de intolerancia, racismo e ignorancia de nuestros iletrados derechistas criollos.
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Que una obra de arte que representa nuestra historia sea objeto de un debate tan mediocre sólo demuestra que cualquier aspiración legítima de hacer del Ecuador una auténtica nación está condenada al fracaso. Tristemente, lo que en algún momento Eugenio Espejo formuló como una afirmación, con el tiempo se convirtió en una ingenua pregunta a la que hoy no nos queda más que responder con resignación: “No”.
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