“…el problema de fondo, no sólo del debate presidencial, sino del debate público en general, es la colonización de la política por parte del marketing. Los planes de gobierno, las propuestas, los objetivos, los qués y los cómos, son irrelevantes; construir relatos simplones, atacar a los contrincantes y repetir frasecitas elaboradas por algún Durán Barba criollo, lo es todo”.
La noche de este domingo se llevó a cabo el debate presidencial, o lo que pretendió serlo. Es cierto que el formato del debate no fue el mejor, pero es imposible organizar un debate productivo con tantos candidatos. Más aun, es imposible llevar a cabo un debate presidencial cuando ninguno de los candidatos fue capaz de aprenderse las reglas socializadas por el comité organizador.
La función de los moderadores no debería ser la de recordar a los candidatos que se encuentran en un debate y no en un mitin político. Acostumbrados a espacios seguros con interlocutores obsecuentes, estos espacios dejan ver de manera transparente la absoluta falta de preparación de los candidatos.
Ahora bien, el problema de fondo, no sólo del debate presidencial, sino del debate público en general, es la colonización de la política por parte del marketing. Los planes de gobierno, las propuestas, los objetivos, los qués y los cómos, son irrelevantes; construir relatos simplones, atacar a los contrincantes y repetir frasecitas elaboradas por algún Durán Barba criollo, lo es todo.
La comunicación política no es marketing político. La democracia no es un mercado de votos. La política no es un concurso de popularidad.
Que los marketólogos vean a los ciudadanos como bolsas de emociones sin la capacidad para comprender ideas complejas no es nada nuevo. Lo grave es que los políticos hayan comprado este discurso. Se han convencido de que la ciudadanía no quiere propuestas realistas sino soluciones mágicas; de que menosprecia los datos y se alimenta de falsas ilusiones; de que prefiere un CEO a un estadista.
¿A qué se debe, pues, este estado de cosas? A mi juicio, el imperio de los marketólogos es el resultado de la política del alquiler. Gerentes ofrecen su vehículo electoral al mejor postor y aspirantes a candidatos subastan su impecable oratoria a partidos deslegitimados y en crisis.
Y esta política del alquiler de partidos y candidatos no es más que la manifestación de la inexistencia de un sistema de partidos institucionalizado.
En una democracia funcional, los partidos políticos son el medio de comunicación entre la sociedad y el Estado. Son, también, las escuelas de formación de las élites políticas, y los órganos por medio de los cuales se hace carrera política y, por lo tanto, se profesionaliza la política. Los partidos políticos agregan intereses ciudadanos alrededor de una serie de principios programáticos y valores sociales compartidos, facilitando la representación en sociedades plurales.
En ausencia de partidos políticos, la representación se entorpece, la ciudadanía se atomiza y la clase política se desprofesionaliza.
Cierto es que este diagnóstico probablemente no aplique a la Revolución Ciudadana, lo más parecido —sin serlo— a un partido político en el Ecuador. No obstante, el carácter populista de este movimiento produce problemas tan graves para la democracia como el imperio de los marketólogos.
Sea como fuere, en un escenario de democracia sin partidos, los marketólogos acuden prestos a llenar el vacío de formación y trayectoria política con eslóganes y spots publicitarios elaborados a imagen y semejanza de los tráileres de las películas más taquilleras.
Ignorantes acerca de la función pública y de la política democrática, los candidatos se encomiendan a los prestidigitadores de la comunicación en su afán de alcanzar un poder que no comprenden y para el que no están preparados.
Tampoco entienden estos marketólogos la función pública ni la política democrática, dicho sea de paso. Para ellos la democracia es un mercado de votos y la función pública no difiere en nada de la administración de empresas.
Si tras dos años de un gobierno de marketólogos y advenedizos no hemos comprendido que la política no es esto, gris es el futuro que aguarda a la democracia ecuatoriana.
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