La sentencia de tutela de la sala civil de la Corte Suprema de Justicia, en la que imparte un conjunto de órdenes a las ramas legislativa y ejecutiva del poder público en relación con las manifestaciones y protestas, es escandalosa y muy preocupante.
La sentencia se basa en premisas falsas. Presume que el Estado no está garantizando «el ejercicio del derecho a la protesta pacífica y no destructiva». Falso. Está probado que es posible manifestarse de manera masiva y pacífica. La del «millón de voces contra las Farc» en 2008 o las realizadas contra el conejazo al triunfo del No en el plebiscito, por ejemplo.
Dice la Corte que hay un uso «equivocado» de la fuerza por parte del ESMAD frente «a quienes desean manifestarse pacíficamente». También falso. El ESMAD no interviene en las manifestaciones pacíficas. Pero ocurre que es usual que las manifestaciones promovidas por la izquierda terminen en actos de vandalismo y saqueos a la propiedad privada o con ataques grupales a agentes policiales o asaltos a los CAI. Es la necesidad de proteger los derechos y libertades de los peligros de esa violencia lo que obliga la presencia de fuerzas policiales.
Según la Corte, «se infiere […] por la comprobación de lesiones físicas a manifestantes [ocasionadas por la Policía] que, hay falencias e incapacidad en las instituciones encargadas de mantener el orden público interno, para usar, de forma racional y moderada, las armas de la República, al punto que generan un temor fundado para quienes desean manifestarse pacíficamente».
Tampoco es cierto. De las lesiones en manifestantes no puede inferirse que hayan sido causadas por la Policía. En muchas protestas hay infiltración de violentos que usan armas. Aún si probara que las lesiones hubieran sido ocasionadas por la Policía, no es posible deducir que hay culpa. La Policía tiene el deber de usar la fuerza si fuese necesario para controlar a los violentos, combatir a los delincuentes y proteger vida, integridad y bienes de los ciudadanos. Si las lesiones fueron causadas en ese marco de necesidad, estarán justificadas siempre que la fuerza usada haya sido proporcional. Y si no hubiera presencia policial no dudo de que serían más los colombianos temerosos de sufrir agresiones a ellos, sus familias y sus bienes.
Por supuesto, hay casos de excesos en el uso de la fuerza por parte de policías y militares. Pero por la conducta de algunos no puede censurarse a la Fuerza Pública en general, como hace la Suprema. Con esa lógica, mucho más grave es lo ocurrido en la misma Corte. No se puede deducir que la mayoría de los magistrados de la Suprema son delincuentes porque entre ellos, que además son un par de decenas y no 167 mil como los policías, haya bandidos, probado en el cartel de la Toga, una organización criminal de la que hicieron parte y están salpicados cuatro ex presidentes de esa corporación.
La tapa es la orden de al Ministro de Defensa de «presentar disculpas por los excesos de la fuerza pública». La tutela busca proteger derechos fundamentales. El perdón no tiene esa función. El perdón es una medida de reparación que ha sido promovida en el sistema interamericano de derechos humanos y de la que ahora abusan los jueces nacionales. Y solo tiene sentido cuando se ha establecido responsabilidad por violaciones de derechos humanos en una sentencia penal o contencioso administrativa. Obligar al Estado a presentar disculpas por hechos no probados sino «inferidos», sin haber determinado si los hechos fueron resultado de la acción policial y, si lo fueran, si el uso de la fuerza fue innecesaria o excesiva, es un despropósito monumental.
Finalmente, quizás lo más grave, la tutela de la Corte invade las órbitas de competencia de las otras ramas del poder público y vulnera su autonomía. Y no procura defender la Constitución o la ley o proteger derechos y libertades sino proyectar las inclinaciones ideológicas de los magistrados. Es otra manifestación del activismo judicial y de la expansión incontrolada de la función jurisdiccional a la política. Es una expresión más de la politización de la justicia y de lo que un ex presidente de la Suprema se atrevió con descaro a denominar como «el gobierno de los jueces».
Pues bien, no es gratuito que en una democracia las decisiones políticas y de conveniencia le correspondan al Congreso de la República y, en menor proporción, al Presidente. En el sistema democrático, congresistas y presidente son elegidos por voto popular, con base en unas propuestas programáticas hechas en campaña. Parlamentarios y jefe de estado tienen una legitimidad democrática y una representación política que no tienen jueces y magistrados. Además, el ejercicio legislativo permite que las voces más diversas participen en el debate, que es abierto y público, y que las conclusiones reflejen las mayorías. Presidente y congresistas, por otro lado, están sujetos al control político que hacen la ciudadanía. Y sus decisiones son susceptibles de ser revisadas judicialmente para asegurar que se ajusten a la Constitución y pueden ser revocadas, corregidas, complementadas o transformadas después, a través de los mismos mecanismos parlamentarios. En cambio, los magistrados de las altas cortes se eligen entre ellos, son apenas unos muy pocos, no representan a nadie, discuten a puerta cerrada, sus decisiones no tienen control posterior alguno y nunca rinden cuentas. Con semejante poder, las cortes deberían ser especialmente cuidadosas en el ejercicio de sus funciones y nunca extralimitarse. Cuando hacen política y cuando invaden las competencias de Congreso y Presidencia no solo no defienden el estado de derecho sino que amenazan y erosionan la democracia. El gobierno de los jueces no es otra cosa que la dictadura judicial.
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