“¿Alguno de ustedes recuerda las protestas por ‘Las Vidas Colombianas Importan’? Yo no. Probablemente ustedes tampoco…”
Entre los muchos clichés que nos definen a los colombianos “somos un país indolente” se ha convertido en uno de los más comunes. Incluso la crítica de que todo se nos vuelve paisaje se ha vuelto ella misma parte de la estática escena nacional. Sin embargo, no creo que los intentos por quitarnos ese odioso vicio de pasar la página más rápido de lo debido se echen en saco roto. Ricardo Silva decía: no es que no se pueda escribir sobre el lugar común, sino que se debe innovar sobre la visión que le damos.
Bueno, esa es mi disculpa de hoy para hablar, una vez más, sobre ese lugar común: la violencia como paisaje, el pueblo que entre cadenas gime.
¿Alguno de ustedes recuerda las protestas de Black Lives Matter? ¿Esas que se propagaron como una pandemia (já) por todo el mundo y movieron incluso los países más antiguos y congelados del mundo? Si no las recuerda, le ruego que pare esta lectura y primero busque en Google, o su buscador de preferencia, qué son… ¡Sigamos!
La primera vez que ese movimiento marchó fue en 2013. Nada fue tan masivo como este año, pero el momentum social hizo que bastantes senadores estadounidenses incluyeran la agenda antirracista en el debate público. En 2020, creo que pocas cadenas televisivas del mundo se dieron el lujo de omitir mencionar, al menos una vez, los sucesos ocurridos en EE. UU. y Europa. El brote de ambos años, sin embargo, tiene algo en común: iniciaron por la muerte de una persona (mucho énfasis en el número).
Volvamos a Colombia. Desde 2016, en el país hemos tenido 116 masacres, 40 de ellas en 2020. Han muerto más de 1000 líderes sociales y 222 excombatientes[1] en menos de 4 años. Aquí los soldados sin corazas están perdiendo, su varonil aliento no los protegió. De forma que replanteó mi pregunta inicial: ¿Alguno de ustedes recuerda las protestas por ‘Las Vidas Colombianas Importan’? Yo no. Probablemente ustedes tampoco, porque de ninguna manera hubo alguna movilización social de la magnitud a las que ocurrieron en EE. UU., ni aquellas que se sostuvieron fueron visibilizadas por los medios masivos proporcionalmente.
Pareciera que, para los medios colombianos, la protesta en el extranjero es una lucha social, pero la protesta nacional no es más que conglomerados de criminales.
Entonces sí, me sumo a las docenas de voces que refunfuñan (bello verbo, legado de nuestros abuelos) diciendo que el país no nos duele, lo hago porque ¡eso precisamente es lo que parece! Doscientos años después, la epopeya del fin no se ha dejado ver ni de lejos.
Hace días me recordaban que marchar no es la única forma de protestar o hacer activismo social. Concuerdo. ¿Las demás formas generan tanto impacto? Lo dudo. ¿Provocan tanta mediatización? No creo. ¿Recogen tantas personas? Poco probable. Algunos dirán “en pandemia no deberíamos hacer movilizaciones masivas”, a lo que yo contesto: ¿la movilización y la cuarentena no buscan lo mismo? ¿No pretenden ambas proteger la vida?
Termino esta crítica (detrás de la que se esconde una clara propuesta), pidiendo que dejemos de ser un pueblo en eterno silencio. Pareciera que desde que se hizo la horrible noche, cuando gritaban en las calles “mataron a Gaitán, mataron a Gaitán” y Bogotá ardía en llamas, nos sellaron la boca. Mientras ellos masacran, nosotros nos callamos. “Ellos”, indeterminado, fuera de mi preocupación. Nos debería dejar de interesar más el asesino que el asesinado; sobre todo porque ese último somos nosotros mismos.
La paz de Colombia, que hace tanto buscábamos, no se puede limitar a la tranquilidad de las urbes. Paz sólo habrá si el sol alumbra a todos, porque (y no lo olvidemos), justicia es libertad.
[1] Recopilación de datos gracias a 2,96, cifras de Derechos Humanos Colombia y Alto Comisionado de las Naciones Unidas.
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