La expulsión de Donald Trump de las redes sociales controladas por las grandes empresas tecnológicas y la cartelización de estas en contra de “Parler”, plantean interesantes problemas conceptuales y prácticos a los defensores de la libertad.
Para justificar la censura a Trump se han empleado dos tipos de argumentos: los que se refieren al contenido mismo de los mensajes y los que tienen que ver con los recursos empleados para su difusión.
Los que aceptan la censura en razón en contenido presuntamente despreciable del mensaje – incitación a la violencia, racismo, sexismo, etc. – parecen suponer que el censor será siempre alguien tan razonable y justo como ellos mismos creen ser. Evidentemente, esto es un gravísimo error que despoja a quienes así argumentan de toda razón para oponerse a la censura de su propio discurso por alguien con poder que lo encuentre despreciable.
El derecho que asiste a una persona a divulgar los productos de su mente no puede proceder de la valoración ética o estética de los demás. Admitir lo contrario equivale a retroceder al estado de la cuestión a mediados del siglo XVII, cuando Locke y Spinoza abogaban por la tolerancia religiosa. No es ocioso recordar las palabras de este último que parecen escritas a propósito de aquellos que solo son tolerantes con las ideas de su agrado: “No hacer a nadie lo que no se quiere que le hagan a uno y defender el derecho ajeno como el suyo propio”.
Estrictamente hablando no existe la llamada libertad de expresión. En la realidad, lo que las personas tienen es el derecho difundir su pensamiento utilizando para ello los recursos de su propiedad o los que le sean suministrados voluntariamente por un tercero. Si ese tercero decide, por cualquier razón, suprimir a cualquiera el acceso anteriormente acordado, está en todo su derecho de hacerlo, por desagradable que ello resulte para el censurado o sus seguidores. Como aparentemente esta es la situación de Trump y las gigantes tecnológicas, la cuestión está zanjada y al vapuleado Donald no le toca más que lamerse las heridas y buscarse otros medios para difundir sus ideas. Sin embargo, el asunto admite algunos matices.
No hay caracteres más incompatibles que los del soberano y el comerciante, señaló Adam Smith y, a partir de esta simple proposición, desarrolló toda su doctrina de la financiación los gastos del gobierno exclusivamente con impuestos y no con los ingresos provenientes de cualquier actividad productiva desarrollada por éste.
Repugnaba a Smith la idea de un soberano convertido en comerciante, pero mucho más le repugnó la situación real de un grupo de comerciantes convertidos en gobierno, a cuya crítica está consagrada buena parte de la argumentación de La Riqueza de la Naciones.
En efecto, el libro cuarto de La Riqueza de las Naciones es un extenso alegato, en general, contra el mercantilismo y, en particular, contra la British East India Company, la encarnación británica de los ideales y las prácticas mercantilistas. Creada en 1599, esta compañía privada con privilegios monopolísticos otorgados por la Corona, actuó durante 275 años como un verdadero estado, con ejercito y funciones de administración pública, hasta su disolución en 1874. El imperio colonial de británico fue credo por los comerciantes de la British East India Company, esa es la verdad moda y lironda. Este es también el caso de la célebre VOC de los holandeses.
Cuando alcanzan determinado nivel de actividad, todas las grandes empresas y todos los grandes negocios han tenido desde siempre un interés mercantilista, es decir, el interés de ser gobierno o de poner a su servicio los grandes recursos del estado. Todos aspiran a ser como la British. Lo mismo ocurrió en el siglo XIX con el carbón y los ferrocarriles y en el XX con las empresas petroleras, las del automóvil, la aviación, etc. Es lo que desde hace años está ocurriendo en China, con su mezcla de despotismo político y mercantilismo económico. Es a ese dominio sobre los gobiernos a lo que aspiran, en los albores del siglo XXI, las grandes empresas tecnológicas y sus acaudalados propietarios, imbuidos de las aspiraciones megalómanas a las que son propensos los poseedores de grandes fortunas.
Lo que está en juego es mucho más importante que la libertad de expresión de Trump o de cualquier otra persona en las plataformas controladas por las grandes tecnológicas. Los gobiernos metidos en los grandes negocios o los grandes negocios metidos en los gobiernos hacen más difícil el funcionamiento de la democracia y el ejercicio de la libertad. Por eso, aunque la forma específica de enfrentar y resolver ese problema es diferente en cada circunstancia histórica; el principio liberal del gobierno limitado, alejado de los negocios y financiado con impuestos tan neutrales como sea posible continúa siendo válido.
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