Tripleta de mil

Tripletas de mil, aquellas tardes en el aeropuerto, el sabor recalcitrante de la cal, esos vicios malditos que no queremos olvidar.

La marimba llegó a mi vida por arte de magia. La mayoría de los conocidos fumaban ya, algunos otros afrontaban sus segunda sobredosis, otros simplemente se volaron la cabeza sobre la fe para no tener que vérselas con la infamia y el vicio.

Lo que no sabían aquellos es que, como diría Stirner, para quien combate el vicio, existe el vicio. Es decir, lo ve en todas partes, es real, tan real como su oposición al mismo. Yo no lo negué; mis tíos eras chicheros y marimberos, como la mayoria de los arrieros que según Manuel Mejía Vallejo, con la ayuda del aguardiente y de la chicha, lograron abrirse paso en estas breñas y cañadas.

Desde pelado me familiaricé con el olor de la marihuana. Jamás me incómodo, la fumaban los jíbaros en la esquina del callejón donde jugamos los picaditos, de a cinco; la fumaban los pelados con desconocimiento y curiosidad de tras de la escuela san Francisco, en los charcos que buscábamos como cazadores de charcos.

Cuando tenía doce años mis amigos más cercanos empezaron a comerla. Compraba bolsas de mil de pangola. Esta tenía un olor dulce, una apariencia como de lechuga dejada secar al sol, repleta de palos y pepas; le retiraban la basura y los pedazos de piedra -por los caminos que ha tenido que transitar hasta llegar al cuero-; la rascaban y la ponían entre un chocorramo partido a la mitad.

Rumian como vacas, contemplativamente, casi filosóficamente, hasta que sus gestos se tornaban alegres, gráciles, avivados por una oleada de felicidad que nacía de sus neuronas. Fue cuando dejaron de comerla que empezaron a fumarla, y en ese momento, acechado por los estigmas, dejé de juntarme con aquellos primeros Jeremías.

Yo aprendí la manera de consumirla sin tener que sobrellevar los percances de los estigmas. Compraba brownies, galletas y dulces espaciales para comer en el silencio de mi habitación, cuando todos dormían y podía enloquecer a mis anchas.

En mi habitación, devoraba la golosina; treinta minutos después el efecto subía, parecido a una embestida de bienestar; la noche se prolongaba entre los dulces alucinantes y las inhaladas de la bolsa de sacol.

Esas fueron las primeras pruebas de la dama verde, la cual consiguió arroparme entre sus vestidos de humo espeso. Pero hasta ese entonces jamás la había fumado, solo probada a través de ingerirla con otros alimentos. Sería más adelante, casi tres años, en que la fumaria por primera vez.

Siempre hay un metido que sirve para algo. Bien, el pendejo entrometido que me la dio no tiene importancia, solo adquiere una particularidad que es necesario aislar en el momento en que me ofrece el porro: ¿quiere fumar? eso lo calma -fueron sus palabras-.

Las primeras caladas no se sintieron en el cerebro, sino más bien en el cuerpo. La energía brotaba de mi como una fuente tesla, tenía el poder para vincular todos los planos cósmicos, para lanzarme al abismo de las penurias humanas sin desfallecimiento; me sentía como la canción de Kansas: dust in the wind. Creo que de allí vino la irremisible sensación de transitoriedad, la conciencia de mi ser pasajero, tendiente a la putrefacción.

Las dosis fueron aumentando: bolsitas de pangola de la raíz; bolsas de dos mil del barrio el Salvador, idas a la tienda de dulces más grande que tiene Medellín, el barrio Antioquia; y por supuesto, estadías en Lovaina y barrio Sevilla.

Cuando conocí Lovaina y barrio Sevilla mi vida cambio; el vicio abundaba y era barato, se lo metían a uno en los ojos, casi que se lo daban a probar, como ofreciendo degustaciones de cualquier producto: bazuco, pepas, perico, cripi -repetían los gatos-.

Conocí estos barrios un año antes de entrar a la Universidad de Antioquia. Cuando iba a llevar la papelería me bajaba en hospital y compraba una tripleta de mil. La tripleta me rendía un par de días. Conforme fueron aumentando las fumas, las tripletas ya no era una, si no dos o tres divididas para el uso de la semana.

Las tripletas las vendían en la primera cuadra que se cogía saliendo hacia arriba, yendo hacia Manrique y por la vía del Metroplús. Esta era la cuadra donde se dividía el reciclaje, donde llegaban pedazos de hombres mutilados en conteiners y bolsas de reciclaje, donde los duros del barrio transitaban con sus polos limpias y sus cortes militares -como los marinillos- mientras las agujas, las sobredosis, los fornicios y aquelarres animales se reproducían al antojo de los yonkis y ante los ojos de la ciudad.

Medellín tiene muchas zonas de anomia, donde las rentas ilícitas y las prácticas más bajas y espurias se llevan a cabo bajo la luz del sol que mira a los pudorosos. Una vez una señora untada de mierda, con los senos descubiertos, con la agua aun pendiendo de sus venas, chupándole la sangre para volver a inyectársela en una vorágine de placer, le pedía a una doña muy emperifollada unas cuantas monedas para un pan o cualquier trivialidad.

Con estos personajes converse cuando el vacío interior se exhibía ante mi ancho y atrayente; con ellos me drogué en sus inquilinatos, viendo niños salir de las alcantarillas, recoger cualquier insecto entre los muertos, los excrementos, las dosis vacías y volver a su alcantarilla. Los vi recibir el gesto de mi humildad con el alma rebosante de satisfacción, fumarse un baretico de mil, pegado en un cuerdo de carburación, inquietos, alarmados, perdidos, con todos los yoes replegados en sus retinas, buscando salir, asesinar al Yo drogo que se había sentado en el trono y dominado a los demás.

Amanecí acompañado por ellos, custodiado por ellos, fui robado por ellos, les regalé comida que la abstinencia dejaba perder en mi mochila, les leí a Lautreamont, Verlaine y Cioran, era una sombra anónima, como los cuadros de Rembrandt, solo un espíritu siniestro traído al mundo por los granos de perico.

Esas tripleticas me salvaron de la incertidumbre lucida, desgarradora, del guayabo por culpa del ron del abuelo, esas tripleticas las busqué desde el centro repartiendo poemas entre el trafago de autómatas. Aun las venden, aun paso a preguntar por ellas, la cripa le ha quitado el mercado a las tripletas, pero todavía hay hippies desesperados adictos a la nostalgia que vuelve por ella y allí donde la encuentran se quedan, porque saben, como muchos que se había ido ya, que quien deja su lugar en la sombra del árbol, no va encontrarlo cuando regrese y será reemplazado.


Todas las columnas del autor en este enlace:Steven Cadavid Echavarría

Vicente Rojas Lizcano

En mis inquietudes esta la búsqueda de una forma autentica y novedosa de retratar las problemáticas sociales (conflictos armados, emergencias ambientales, actualidad política, la cultura). Ello me ha llevado a incursionar en la novela de ideas, el cuento, y demás formas narrativas como herramienta de teorización sobre la política y la sociedad.

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