Hace unas semanas, -meses ya- tuve un problema que pasó a mayores complicaciones: en el establecimiento comercial de mis padres, ubicado en uno de los barrios populares del centro oriente de la ciudad de Bogotá, se venían presentando una serie de robos que afectaron seriamente la economía del hogar.
Nos pusimos en comunicación con varios vecinos habitantes del sector, y nos informaron que ellos, en su mayoría, también habían sido víctimas del hurto a sus residencias y a sus establecimientos comerciales por parte de una banda de ladrones que viven en la misma cuadra. También dimos aviso a las autoridades, y pusimos una denuncia que se quedó almacenada sin respuesta alguna en los anaqueles de la congestionada justicia de este país.
Los ladrones entraron en horas de la noche al lugar, que permanece solo a esas horas, pues nuestra vivienda queda ubicada en otro sitio apartado, en el sur occidente de la ciudad; los ladrones ingresaron al lugar no una, ni dos, ni tres, sino cuatro veces dañando y deteriorando fuertemente la estructura del lugar, y en sus entradas clandestinas hurtaron varias máquinas, herramientas de trabajo manual, equipos eléctricos, herramientas eléctricas, motores eléctricos y como si no fuera suficiente, se llevaron todas las instalaciones eléctricas dejando sin energía el lugar.
En nuestro desespero por nuestra difícil situación económica que se agudizó con la pandemia del Covid-19, y al ver que los robos seguían, pues en el lugar habían más cosas que se podían llevar abusivamente los amigos de lo ajeno, decidimos en compañía de un familiar quedarnos en el establecimiento una noche, para evitar que los ladrones siguieran haciendo de las suyas. Mis padres actuaron fingiendo que se iban en la tarde, dejando el lugar totalmente solo como de costumbre, mientras nosotros aguardamos adentro, en silencio, esperando a que cayera la noche; las horas pasaron y por fin a las diez y cuarenta minutos de la noche, sentimos un ruido en el techo: era el ladrón caminando torpemente y haciendo toda clase de ruidos sin disimulo alguno en el entejado; esperamos a que el ladrón entrara por un agujero entre la unión del techo y la pared, que seguramente él había hecho en las noches anteriores para su ingreso, nosotros estábamos escondidos en un rincón del local comercial, todo el lugar estaba invadido por una oscuridad abismal, y al estar él adentro, ya listo para hurtar lo que encontrara a su paso, a nosotros nos invadido un sentimiento de ira y rabia que teníamos represado de tiempo atrás, por las pérdidas ocasionadas, y la sensación que producen los actos abusivos e injustos de otras personas hacia nosotros; sin mediar palabra, atacamos coordinadamente al sujeto y este también intentó atacarnos formando una riña que dejó como perdedor al ladrón, pues como resultado él quedó bastante golpeado.
La adrenalina mezclada con la rabia y la ira, no nos impidió ver con claridad todo nuestro entorno, a pesar de la inmensa oscuridad que se apoderaba del lugar aquella noche. Caímos en el error de tomar justicia por nuestras propias manos, y los sentimientos encontrados no nos permitieron medir nuestros actos. Los ruidos y gritos del ladrón pidiendo auxilio, reunieron afuera en la calle, frente a la puerta del lugar a los otros amigos, compinches y compañeros del delincuente, pertenecientes a la misma banda de ladrones; estos empezaron a golpear la puerta fuertemente arrojando palos y ladrillos como si quisieran tumbar la puerta; nosotros llamamos a la policía que tardó varios minutos en llegar, y mientras la policía llegó, nosotros abrimos la puerta, y expulsamos fuera al joven ladrón herido y golpeado que fue trasladado a un hospital de la ciudad, y nos volvimos a encerrar antes de que toda la multitud se abalanzara sobre nosotros y nos golpearan. Al llegar, la policía, esta formó un cordón de seguridad que nos permitió salir del lugar y entrar en una patrulla que nos condujo al CAI del barrio; allí estuvimos varios minutos, y después nos llevaron a la Unidad de Reacción Inmediata, y en la mañana luego de legalizar nuestra captura por lesiones personales, nos trasladaron capturados a la Estación de Policía Santa Fe.
Al llegar a la estación, una agente de la policía tomó nuestros datos, y después nos hicieron desnudar para verificar que en nuestras prendas no portáramos ningún objeto cortopunzante, ni armas de fuego, y de paso desinfectar roseando alcohol en cada una de nuestras prendas; en un espacio del lugar habían varias celdas, y en el interior de estas, el hacinamiento era realmente aterrador, las celdas estaban atestadas de hombres que gritaban desesperadamente, extendiendo y sacando sus brazos por entre los barrotes de las rejas, y gritando mientras nos pedían a nosotros que acabábamos de llegar, un cigarrillo.
Había cinco celdas de hombres separadas por una pared delgada de ladrillo, y tan solo una celda de mujeres. El espacio en cada celda era tan reducido, que guardar el distanciamiento reglamentario para prevenir el contagio del Covid-19 era imposible; ninguno de los reclusos usaba tapabocas ni guantes, ni careta, ni ningún elemento de bioseguridad, y la ventilación del lugar era precaria, contrario a la humedad que era evidente.
A nosotros por supuesto no nos mezclaron con las personas anteriormente mencionadas, después nos explicarían, que esas personas ya tenían condenas definidas demasiado altas; a nosotros nos condujeron a una parte del lugar que era como un corredor amplio, en este habían varias vallas metálicas que formaban varios espacios de un metro cuadrado, en todos los espacios habían hombres en su mayoría jóvenes y hablaban y se reían entre sí, en el espacio donde nos encerraron a nosotros habían tres jóvenes que nos saludaron y nos recibieron bien, estaban sentados en el piso, y el espacio allí era mucho más reducido que en las celdas; allí tampoco había suficiente espacio para guardar el distanciamiento reglamentario para prevenir contagios.
En este lugar el tiempo pasaba demasiado lento, no sabíamos qué horas eran, al lugar no entraba luz solar. Después de un rato de haber llegado, me puse a observar el lugar, y al respaldo de las celdas, y cerca de donde estábamos ubicados nosotros, había un espacio, donde habían cuatro hombres, estaban decorando una pared con grafitis y dibujos demasiado llamativos, algunos policías que custodiaban el lugar les pasaban a las personas que estaban pintando, pinceles, brochas y pinturas, a medida que estos las iban solicitando.
Los muchachos que nos acompañaban en el reducido espacio, nos explicaron que esas personas que estaban pintando, habían cumplido ya la mayoría de su condena, habían demostrado un buen comportamiento y que por realizar estas actividades les rebajaban unas cuantas semanas en sus penas. También vi a una mujer que lavaba ropa, organizaba los espacios en que nos encontrábamos nosotros, barría y trapeaba los pisos, limpiaba las paredes, y recogía la basura generada por los recipientes plásticos donde se servían los almuerzos a los reclusos, nuestros compañeros de espacio nos explicaron que aquella mujer estaba en las mismas condiciones que los pintores: ya había completado gran parte de su condena, y con estas acciones restaba unas cuantas semanas a su condena.
Pasamos un día completo en aquel lugar de reclusión, el tiempo no parecía correr, y en el transcurso del día fueron llamando uno a uno a los muchachos que nos acompañaban, y otras personas de los otros espacios vecinos; estos que llevaban en aquel lugar uno, o dos, o tres días, o tan solo unas horas, quedaban en libertad por vencimiento de términos; la mayoría, o por lo menos los muchachos con los que compartimos aquel espacio, estaban allí por hurto, nos contaron que ya habían estado varias veces allí, pero que siempre pasaba lo mismo: los capturaban infraganti robando, pero que en pocas horas los dejaban libres por vencimiento de términos, y por este concepto, su historial en la justicia quedaba borrado.
Es decir: si una persona no es juzgada en las próximas 72 horas después de su captura, dicha persona recuperará su libertad, y su nombre se borrará de los archivos del sistema judicial. Uno de los muchachos que estaba en el mismo espacio reducido con nosotros se quedó, pues le dieron salida por la tarde, a la misma hora que nosotros; nos pusimos a hablar con él, nos dijo que vivía con su abuela, que él no sabía hacer nada más que robar celulares, que no terminó su bachillerato, y que robar era su trabajo.
Nos confesó que robar para él, era un trabajo como cualquier otro, que no lo veía como algo malo, sino como una forma de subsistir, nunca le prohibieron robar, nunca lo corrigieron, y siempre pensó que llevaba una vida normal, que las capturas, y las entradas a la cárcel, eran “riesgos laborales” para él; la forma en que nos hablaba era tan coloquial y relajada, que en esos momentos nos pareció imposible que estuviéramos hablando con un delincuente, con un ladrón; el muchacho tenía, o tiene 22 años, es tan solo un año mayor que yo, y nos contó tantas historias de sus hurtos y sus aventuras que al escucharlo hablar, a mí me pareció que estuviera hablando con un ladrón que tiene un prontuario de veinte años de experiencia, aunque también me confesó que robaba desde los trece años.
En la tarde de ese largo día, gracias a las gestiones de mi familia, quedamos en libertad, mas sin embargo el proceso en contra de nosotros por lesiones personales quedó abierto. En los días siguientes tuve el tiempo necesario para rememorar, pensar y reflexionar sobre todo lo que pasó, y ese tiempo me permitió pensar y darme cuenta del problema tan grande que hay en Colombia, con respecto al sistema penitenciario y al sistema de justicia. Es claro que de nada sirve una cárcel, si el tiempo de reclusión de un delincuente, no conlleva un proceso de transformación y rehabilitación en las personas. Es por eso que hoy he decidido plantear propuestas para posibles soluciones a esta preocupante problemática.
Lamentablemente gran parte de las personas que se dedican a hurtar, son adolescentes y jóvenes menores de 25 años, esto es realmente una generación perdida; las actitudes de estos jóvenes pueden darse por el mal ejemplo y la permisividad de sus acudientes, lo que quiere decir que el factor hogar-familia, es el principal responsable de los actos de nuestra juventud; la educación empieza desde el hogar. Hay que facilitar y democratizar el acceso de la niñez, la adolescencia y la juventud a la educación primaria, secundaria, técnica, tecnológica, y superior gratuita de calidad, y adicional a esto, hay que establecer una relación entre la familia y las instituciones educativas, pero dejando en medio, y como protagonistas a la niñez, la adolescencia y la juventud, de tal manera que la familia y las instituciones sirvan como apoyo y factor fundamental que contribuyan a la educación de los protagonistas.
A los niños, niñas, jóvenes y adolescentes, hay que enseñarles a invertir su tiempo libre, en actividades que permitan el desarrollo de su potencial mental, físico y cognitivo; pero para lograr esto, es necesario que desde los gobiernos, distritales, departamentales y nacionales, el presupuesto para la inclusión social crezca en inversiones: hay que cambiarle las armas y su forma de vida a la niñez, la adolescencia, y a las juventudes por un instrumento musical, un libro, o un objeto deportivo.
Hay que quitarle la juventud, la adolescencia, e incluso la niñez al mundo de la delincuencia que los seduce y los secuestra engrosando sus filas con ideas de conseguir dinero fácil, y no hay mejor forma de lograr esto, que seducirlos y brindarles oportunidades de desarrollo en sus vidas. Hay que transformar el pensamiento de la niñez, la adolescencia y la juventud, pensamiento facilista que lo han aprendido viendo las telenovelas y series burdas y vacías que presentan las cadenas televisivas nacionales, hay que enseñarles el valor del trabajo honesto sin necesidad de afectar a los demás; cuando la sociedad deje de pensar que el traqueto, el narcotraficante, el machista, el bravucón, el hampón, el matón, el más macho, y el más opresor es el héroe, en ese momento empezará la transformación de la sociedad, el camino hacia una sociedad en paz.
Es claro que lo anterior requiere de mucho tiempo, dedicación e inversión, también debo dejar en claro que estas son transformaciones para combatir y prevenir el problema desde su raíz, esto es el trasfondo del problema, y son pasos a los que no se le pueden dar más espera. Pero hay un tema aún más importante, y que su solución requiere de más antelación: este es la crisis actual por la que pasan los centros carcelarios del país. El hacinamiento en las cárceles del país va de mal en peor, por cada cupo nuevo que se crea en una cárcel colombiana, llegan tres reclusos.
El hacinamiento carcelario sigue siendo la piedra en el zapato del sistema penitenciario, que tiende a colapsar. Y la solución no es la que han propuesto los gobiernos de turno de ampliar la capacidad carcelaria, pues del 2010 al 2015 el sistema penitenciario colombiano amplió su capacidad carcelaria en 10.000 cupos los cuales no fueron suficientes, porque en ese mismo lapso la población en las prisiones creció en 36.843 nuevos reclusos. Lo anterior también se debe a la lenta operación de la justicia que entre otras también está colapsada.
El problema es la cantidad de sindicados que hay en las cárceles, actualmente la tercera parte del total de la población, que es de 121.356. Es clave precisar que la capacidad de los 138 penales que hay en Colombia es de 79.953 cupos. Si los que estuvieran en las cárceles fueran solamente los condenados, básicamente no habría hacinamiento, porque el total de esa población es 78.461; pero los sindicados detrás de las rejas suman 43.000. con una sociedad educada, con oportunidades de educación e inclusión social, la delincuencia común que es la que más le suma a esta problemática, se reduciría en proporciones importantes, así como en 2012 Bogotá logro reducir sus índices de criminalidad cuando el gobierno distrital financió en toda la ciudad proyectos artísticos de inclusión social, donde se beneficiaban miles de niños, niñas, adolescentes y jóvenes invirtiendo su tiempo libre en la música, el arte y la literatura, y cambiando sus armas y su tiempo de robar, por actividades artísticas, educativas y culturales.
Después de solucionar estos problemas, Colombia no se volverá un paraíso, ni milagrosamente se reducirán a cero los delincuentes, no, estas medidas ayudarán a reducir el nivel de delincuencia y desocupación en la población, pero como no todo puede ser perfecto, muy probablemente seguirá existiendo la delincuencia por lo menos en una mínima proporción, y es ahí donde entra la última propuesta para una transformación en la sociedad.
Las cárceles se tienen que convertir en verdaderos centros de transformación social, hoy son muy comunes los casos de capturados delincuentes, que anteriormente habían estado recluidos en cárceles, pero que al cumplir su condena salieron a seguir delinquiendo; esto se debe, a que no saben hacer en la vida algo más que robar y delinquir, así subsisten, y así han subsistido a lo mejor toda su vida, entraron a la cárcel unos cuantos meses, a lo mejor años, pero durante todo ese tiempo no hicieron más que esperar sentados a que llegara el día de su libertad, o formar peleas dentro de sus celdas. Es por eso que la cárcel en Colombia no sirve para su fin, que es la transformación social de las personas, para su reinserción a la vida civil.
Las penas privativas de la libertad y las medidas de seguridad deben estar orientadas hacia la reeducación y reinserción social de estas personas; las cárceles deben convertirse en centros donde se les enseñe a los reclusos un oficio, una actividad, una forma de trabajo para que al cumplir sus condenas salgan sabiendo hacer algo, para que salgan a cumplir un papel dentro de la sociedad, para que salgan siendo útiles en la sociedad, de esta manera se les facilitara su incorporación a la sociedad.
Al estar en aquella cárcel, pude notar una gran diferencia entre las personas que estaban amontonadas unas sobre otras en las celdas, y entre las personas que estaban pintando: en ambos casos todos tenían un pasado muy parecido, todos eran ladrones, asesinos, violadores, pero mientras los primeros estaban desesperados, gritando, y peleándose entre sí en la estrechez de sus celdas, las otras personas que estaban pintando, inclusive la mujer que estaba realizando las tareas del aseo, tenían un semblante calmado, paciente, tranquilo; en sus rostros se denotaba la liberación de sus mentes y las ganas de plasmar sus sueños en una pared con un pincel. Uno de los muchachos que estaba pintando, se acercó hasta donde estábamos nosotros, era de estatura mediana, piel morena, ojos chicos y labios grandes, su acento era caribeño; se paró enfrente mío, solo nos separaba la valla que formaba nuestra improvisada celda, me dio la mano y me saludo, yo estaba esposado, pero él no; a mí me pareció raro, y le pregunté por qué no tenía esposas puestas en sus muñecas, él me dijo que ya había cumplido gran parte de su condena, que había matado a un hombre por robarlo, pero que gracias a sus buenos comportamiento ya no los esposaban en el día ni a él ni a sus compañeros también pintores, que los dejaban caminar por los corredores, que los dejaban pintar murales, y que con esa acción, que además los hacía sentirse bien, los distraía y les hacía sentir como si el tiempo pasara más rápido, también les rebajaban unas semanas a sus penas. Vi en su semblante y en el de sus compañeros una actitud no de asesino ni de ladrón, sino que vi a una persona, a un ser humano igual que yo, un ser humano que tal vez cometió errores atroces en su pasado, pero que al ver su mural, y señalarlo con su dedo índice para mostrármelo, y al decirme que amaba pintar, vi a una persona que quería salir pronto para seguir pintando, eso me lo confeso, yo decidí creerle, y estoy seguro que al cumplir su condena, saldrá a buscar la forma para perseguir y alcanzar su sueño. Pero más seguro estoy, de que la transformación social en las personas es posible, y de que la solución para la reducción de la delincuencia está en convertir las cárceles en centro de transformación social.
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