
Vivimos en el interior de una sociedad enferma. Una sociedad que de tanto aproximarse al dolor parece ser que ya nada le sorprende. Los actos más inquinos parecen paisaje. Los hechos de esta semana tipifican un cuadro doloroso desde cualquier punto de vista. Sara Millerey fue brutalmente asesinada. Despojada de su vida, de su dignidad y de su integridad en un cuadro que merece total reproche. Y tal reproche exige una orden normativa para que se haga justicia. A su señora madre, familiares y allegados nuestra sentida voz de condolencia. No puedo imaginar un dolor mayor que el de un padre llevando el sepelio de un hijo. Toda partida es una pérdida que puede dejar una huella irreparable. Y más cuando el origen de este trágico suceso obedece a una persecución sistemática en razón de su identidad. Es un acto execrable.
Una vida cegada tiene que representar una voz de rechazo sin vacilaciones. La vida se respeta. La diversidad sexual no puede ser una razón de vulnerabilidad o amenaza. La sociedad que debemos construir es aquella donde hay lugar para la diferencia, para la otredad, para la diversidad. Sociedad tiene que ser igual a respeto. Tiene que ser igual a entender que todo sujeto tiene derecho a hacer un proyecto de vida y no ser interferido, ni atropellado, ni excluido; incluso si ese proyecto nos es ajeno o contradictorio. Permitir que cada quien desarrolle la noción más íntima de felicidad según su libre juicio y voluntad. Para la población trans y toda expresión diversa ha sido necesario librar, de múltiples formas, tres grandes batallas.
Una, la batalla interna de autorreconocimiento y aceptación; dos, la batalla por la aceptación en el interior del grupo familiar; y tres, la batalla social. Cada una, como representa el sentido literal del término, exposición cruda de las vísceras ante la encrucijada de lo que digan los padres, los hermanos, el mundo laboral, los vecinos, la pareja. La exposición a que entre burla y burla se lacere una herida que uno nunca hubiera querido provocar o provocarse. Esta vez no fue una burla; fueron más allá de la palabra y sobrepasaron si ninguna autoridad el umbral de lo digno y lo vital.
La condición trans no es un capricho, ni una moda, ni un gustico. Es un proyecto de vida de quien se reinventa para ser más fiel a sí mismo. Y de quien decide recuperar una identidad biológicamente incorrecta. Ni la religión, ni la moral, ni la tradición, ni el orden social, ni la costumbre, ni la falta de educación pueden justificar un acto transfóbico. No podemos guardar silencio ante un atropello. No podemos dejar que el miedo o los prejuicios conviertan la transfobia en paisaje. Estas líneas son un mensaje de solidaridad a la familia de Sara Millerey, y por extensión, un mensaje de cuidado a todos, todas y todes, que por reclamar su derecho a ser diferentes, integran la lista de quien será la próxima víctima en esta sociedad sistemáticamente enferma.
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