Siempre escribo para poder conectar mis pensamientos con mis emociones, pero por estos días yo ya no sé escribir.
Ni siquiera sé, desde mi cama con el silencio acogedor de mi casa, si a miles de kilómetros sonaron las sirenas para avisar que ni cama, ni silencio, ni casa habrían de resistir el estallido, una vez más, de una guerra ensordecedora, pues en caso de ser silenciosa, nos quitaría una culpa que muy bien nos merecemos llevar a cuestas.
No voy a entrar a desmeritar cualquier dolor propio, argumentando el consejo más básico que a mi parecer es el más pobre que me puedan dar para subir el ánimo… “Pero es que mira que tal persona está peor, X lo está pasando muy mal o tal situación es muchísimo más grave…”. ¡En lo absoluto! Entiendo muy bien que cada uno de nosotros lleva consigo una guerra interna consciente o todavía muy dormida, que tarde o temprano tendrá que estallar.
La cuestión aquí es que todos andamos en guerra, sí, pero esta, en términos de porcentaje o palabras para niños, podría verse como el “berrinche” territorial de unos dos o cuatro que, al igual que nosotros, observan todo desde su cama, con el silencio acogedor de su casa, mientras que millones de personas sin ni siquiera entender muy bien cuál es su bando, se preguntan qué suerte tuvieron que correr para nacer en un pedazo de tierra que, paradójicamente, ni dios ni ley tiene.
Me perdonaran todos los expertos en Geopolítica y en todos los otros miles de matices que se me escurren aquí, entiendo que la simpleza de la solución vaya mucho más allá de un “tenemos que hablar”, pero yo, que soy corazón antes que razón, me he mortificado viendo cada noticia, pensando en que jodido es trabajarse a uno mismo con la intención de ser mejor ser humano, para que al final, si nos vemos como un todo, no valgamos nada.
Todos estos días mi ego y yo vamos tan cargados de tanta guerra que nos pusimos una cita para hablar. La conclusión nos dejó un mal sinsabor entre los labios y un pitido molesto como cuando recién regresamos de un desmayo inesperado: la escritura y las palabras, las dos únicas cosas para las cuales sentimos que somos buenos, no alcanzarían ni para alivianar una cuarta parte de la agonía de las personas que hoy solo pueden llorar sangre. No tenemos motivación, impulso, abrazo, magia, señal divina, discurso sensible o cualquier otra explicación para contarles que la humanidad les dio la espalda de una manera tan descarada como la misma canción de Mambrú, que con dolor y pena, no tuvo más remedio que irse a la guerra.
Declarar la guerra no es más que aclarar la poca o nula humanidad que nos queda, porque si lo pensamos más de dos veces, ¡todos!, estamos a punto de estallar si creemos que una ráfaga será el principio para la paz.
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