«Pero las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas» Camus.
La actitud de un personaje de Sartre me interpela. Lizzie entrega a Fred el revólver con el que antes le apuntaba, y con esta acción, como dice él, “todo ha vuelto al orden”. En el plano simbólico, la escena con la que termina la obra La puta respetuosa es rica para elaborar interpretaciones: la puta, cansada, claudica a su libertad ante el putero que mató a su amigo, El Negro, al aceptar instalarse en una colina donde, el también policía, le dará ciertas comodidades. Por un instante, saboreo el agridulce clima de quién, libre, toma el camino de sus amos y desea en su nombre. También siento cómo cae sobre sus espaldas el peso de todos los muertos que tienen, por denominación, adjetivos. No obstante, noto cierta valerosidad. Su acto corresponde a su deseo: ser aceptada por la sociedad burguesa como algo más que fuerza de trabajo. Pero una puta no puede ser respetada. Su obrar es fútil, aunque franco: advierte nuestros monstruos.
Empiezo por el final porque pretendo ver, en los efectos del gesto, los motivos que le movilizaron. Si Lizzie sirve como lección es porque su actuar es espejo donde la mirada hace contraste. Ella, como el suicida, sigue la pendiente de sus sentimientos, aun cuando esta le conduzca a lo que, juzgamos, es su propio mal. Su lucha contra los demonios es dejarse habitar por ellos, aunque no los vuelve sus aliados, y, en consecuencia, su acto nos incomoda porque es casi imposible: emplea su lógica vital a fondo. Coherencia que resalta porque lo común es que, a la corrección del acto, no corresponda la corrección del deseo. Lo vemos en el punitivismo feminista o en el totalitarismo progresista. Al mirar la paja en el ojo ajeno, perderse en el juicio moral del otro y definir una identidad trascendente según esta oposición, el movimiento de sus causas termina por reemplazar un asesinato por otro, esto es, parecerse a los monstruos contra los que dice luchar.
No es nueva esta identidad entre el radicalismo y el espíritu conservador. Ya Passolini nos demostró como en la Italia de la posguerra ese espíritu, al llevarse a movimientos de izquierdas, creó un extremismo que es psicológicamente de derechas. La pequeña burguesía ilustrada tiene extensos ejemplos de este gatopardismo. El desenlace, como en el teatro sartreano, no tiene nada de asombroso: el policía se sale con la suya, la barbarie se vale del fuego y la caricia, el orden sigue su cauce. Pero, contrario a Lizzie, los militantes de izquierda radical son de armas tomar y, como dice mi padre, no hay nada más peligroso que un bobo enfierrado. Su lucha contra el fascismo o la misoginia es ciega a un acto de reconocimiento elemental: lo ominoso no surge de lo extraño sino de lo familiar, quiero decir, del mundo propio. De allí que su corrección política o su necesidad de pureza no sea más que negarse a ver en el otro la representación de su deseo, o sea, a si mismos.
Constantemente el pensamiento esencialista nos hace olvidar que la contienda es una danza donde los cuerpos opuestos se imitan. Que la consigna “los extremos se tocan” sea una verdad de perogrullo no hace que sea menos verdad. Traspasar su intención limitadora, es decir, hacer de su idea algo fecundo, requiere de un pensamiento paradojal que permita sincerarnos frente a nuestra condición. El primer paso lo da nuestro personaje: salta a la oscuridad de su deseo. El segundo, nos corresponde a sus espectadores: reconocer que, tal vez, no sólo deseemos nuestros abismos, sino que también encontramos goce en su fondo, y esa opacidad es la imagen que, por horror, negamos ver. El tercer y último paso probablemente es una tarea mas grande que una y que otros: hacer de la oscuridad un lugar brillante. En su dificultad reside su carácter redentor, por no decir santo. Hacer tan necesario como imposible. Rilke deja habitar esta paradoja en uno de sus versos:
«Tu, oscuridad, de la que vengo,
te amo más que la llama,
que al mundo fija límites»
Su poema, a diferencia del gesto de Lizzie, ya no es sólo confesión. Más que un salto es un paso al frente en la medida en que consume la oscuridad como fuerza de luz y acto de amor. Pretende hacer de los monstruos sus aliados, no extirparlos. Así, la lucha ya no es sorda al compás de la identidad, y el baile se reanuda desde la franqueza que evita que nos pisemos los pies. Tarea que es, quiero repetirlo, imposible. Por eso es porvenir. No tomársela en serio o asumirle como simple protocolo en vista del esfuerzo sobrehumano que implica, sería actuar de mala fe, lo que es lo mismo, ser partícipe de la catástrofe de nuestra era. Jugar al hipócrita que juzga sin mirar para dentro o decir sin sopesar las ambigüedades del lenguaje, senderos indefectibles para derivar en la mediocridad y uniformidad del fascismo. Para quienes tomen este camino Sartre ya no tiene un espejo, pues son incapaces de interrogarse su existencia, para ellos tiene un deseo: una dosis de saludable angustia.
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