«“Mi amado para mí, yo para Él”. Recibiendo las penas sin que lo noten, con sus mortificaciones corporales y las tentaciones demoniacas, cumple un amor ilustre. Sus honores los guarda y no los comenta a las que la visitan. Esposa de Dios, se tranquiliza: “Poco estima su tesoro quien lo expone a la común vista”»
A falta de un diario de lectura —intento realizarlo con los tomos de la Comisión—, voy a referirme a un fragmento de la autobiografía de Francisca Josefa de Castillo. La edición es de la Biblioteca de Escritoras Colombianas, rescatada de las estanterías de la biblioteca del Obrero. Había llegado acompañada de Soledad Acosta, Elisa Mújica, Silvia Galvis, Abalucía Ángel, entre otras, y terminó sola, con sus facciones de sosiego y pesadumbre, bella en su totalidad. Ese día buscaba un libro básico de medicina para mi hermana y, como el segundo piso está en mantenimiento, anduve el azar y la encontré. Pretendía a San Agustín o a la Madre Laura —para buscar a Dios voy a sus dependientes— pero la vi a ella.
El consuelo era hacerle «entender esto para que huyera del trato de las criaturas y no buscara en ellas a Él». Copiaría los trece párrafos que componen la revelación de Nuestro Señor, inherente a la monja —antes de poder hablar, siendo una niña de brazos, escuchó que una imagen del Niño Jesús la llamaba. Su madre dedujo que pronto moriría, pues a los días de nacer enfermó—. A ella le hablaba el alma, los salmos se le destapaban, y todo cuanto le pasaba era una forma de comunicársele Dios, medio factible para no sentirse uno solo. El tema es el ocultamiento y el desprenderse de la vanidad humana para dirigirse al Señor sin estorbos. Es la confidencialidad, la jerarquía personalizada entre Él y Francisca.
Lo atrayente es que reúne la búsqueda de uno mismo, no por medio de otros, sino por medio de Él. Empecemos viéndola por el peligro que sobrelleva lo humano. Aquí me sirven Facundo Cabral y un refrán. Aquel: «Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario, porque el que acepta un halago empieza a ser dominado; el hombre le hace caricias al caballo pa montarlo». Este: «Del agua mansa líbreme Dios, que de la brava me libro yo» —el Centro Virtual Cervantes proporciona un sinónimo: «De los amigos me guarde Dios, que de los enemigos me guardo yo»—. Ambos casos alertan al sujeto. Las criaturas son humanas y en la humanidad reside lo bueno y lo malo. Fiarse de ellas es ser generoso y no enfadarse cuando paguen mal es ser santo. La clarisa, desde que entró al Convento en Tunja y en lo sucesivo, recibió injurias y chismorreos de las hermanas.
Otra visión es la de no servirse de nadie más que de ella. Por supuesto que la madre leyó a Luis de La Puente, a Ignacio de Loyola, alientos en su retiro, más su camino es auténtico. No quería citar al Brujo de Otraparte —no he querido citar— pero lo que tuvo en su poder introduce mi idea: «¿Qué le falta a Colombia? Yo lo sé. Tengo en mi poder ese secreto […]. ¿Cuál es? Que toda belleza, bondad y poder nos vienen de Dios. En Colombia nadie, ni los hombres de la llave, tienen amistades con Dios». La relación entre el Grandioso y la sierva. Su claustro, su prisión, sus quejas se dirigen a su Creador. Si bien los confesores guían su alma y le calman el peso de los trabajos, ellos no son el punto máximo de Francisca.
«Mi amado para mí, yo para Él». Recibiendo las penas sin que lo noten, con sus mortificaciones corporales y las tentaciones demoniacas, desempeña un amor ilustre. Sus honores los guarda y no los comenta a las que la visitan. Esposa de Dios, se calma: «Poco estima su tesoro quien lo expone a la común vista». No se deja gobernar por fragilidades, inconsistencias ni acechanzas. Se recoge en la perfección, siendo imperfecta. Escribe porque solo el confesor la leerá. Reprueba el vano juicio, ante su presencia calla, a sus lecciones no atiende. Me atrevo asegurar que si Francisca supiera que la publicaron en 1817 y es la autora más antigua publicada —en beneficio del suelo nacional—, le sería despreciable y odioso.
Me queda más de medio libro pendiente, y lo agradezco. Las personas alrededor se comparten novelas digitales de Ernaux. Si lo devuelvo al retiro en que estaba, nadie sacará provecho de la clarisa. Mentes ávidas de conocimiento, que no productoras o reconocedoras del autóctono, se arrojan a otras latitudes. Como anillo al dedo nos viene descubrir a los nuestros. La tarea se complica. El tesoro de la autodeterminación, que nos libraría de complejos, lo ignoran los lectores.
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