Quizá solo allí, cuando ya casi dejemos de respirar, comprendamos lo invaluable de un segundo
A manera de aforismo, solemos decir que la vida nos puede cambiar en un segundo. Y sí, realmente nos puede suceder mucho durante esa casi mínima fracción de tiempo que pasa y pasa, así como va pasando mientras escribo estas líneas y mientras voy pensando cuáles otras líneas escribir. De hecho, durante estos 2 o 3 segundos ya muchas vidas habrán cambiado: en cualquier parte del mundo a unos padres ya les asesinaron un hijo, un pobre se gana la lotería, una pareja de amados se casan, un sujeto cualquiera se está quitando la vida, a otra persona la están violando y, a la par, todas esas cosas les están pasando a otros millones de personas de Norte a Sur y de Oriente a Occidente… y es que lo que nos está pasando, le está pasando al mundo.
Y es precisamente un segundo lo que muchos quisiéramos comprar para alterar lo que en ese momento, que ya es pasado, pasó. Hemos podido comprar de todo, hasta lo que nunca nos hubiéramos imaginado; y es que realmente nada nos ha sido imposible, salvo comprar y dominar esa nada de lo que todo se suspende: el tiempo.
Pero aun a sabiendas de que el tiempo no nos pertenece, nos acostamos con la prepotencia de dar casi por hecho que al otro día nos levantaremos vivos, ignorando que en un solo segundo todo nos puede ser arrebatado. También nos levantamos asumiendo que tenemos el día comprado, que nada infortunado nos pasará y que nos volveremos a acostar una vez terminemos las tareas que nos pactamos y nos pactaron.
Pocas veces consideramos que estar vivos es algo realmente extraordinario, porque pocas veces nos tocamos el pecho para sentir el corazón, y agradecerse o agradecerle a alguna elucubración fantasiosa el hecho de tener un órgano bombeando sangre durante tantos años. Pocas veces alcanzamos a dimensionar todo lo que tuvo que hacer nuestro cuerpo, segundo tras segundo, para mantenernos vivos durante todo este tiempo… y que un solo segundo en el que falle nuestro corazón, u otro órgano, podría borrarnos para siempre de este trasegar de la vida.
Es claro entonces que solo basta un segundo para darle un viraje a nuestra vida… ese que muchas veces queremos pero que pocas veces ejecutamos. Si un segundo basta para suspender o destruir la vida, también basta solo uno para comenzar de nuevo. En un segundo podemos decirle no a la pareja que ya no nos hace felices, al padre abusivo, a la convivencia que nos hace daño, al amigo que no nos ayuda a crecer, o al trabajo que tanto despreciamos y que tanto nos estanca en nuestros verdaderos proyectos… basta un segundo para decirle adiós a eso que nos vive y que no vivimos. Pero postergamos y postergamos, reviviendo esperanzas de cambio en donde ya no habrá tal, y es ese postergar eterno el que nos está matando en la infinitud, como diría Kierkegaard.
Quizá, cuando lleguemos a nuestro lecho de muerte, sepamos que no vivimos, sino que nos vivieron los otros. Quizás solo allí caigamos en la cuenta de que vivimos para vestirnos, para lucir bien, para acumular diplomas y bienes, para estudiar lo que el sistema demanda, para no amarnos por los prejuicios y perjuicios sociales, para comprar celulares y gastar en los centros comerciales, y para ser esclavos del dinero, ese que tantas puertas nos abre, pero que tantas ventanas nos cierra porque no nos deja ver que hay algo más allá del billete o de la American y la MasterCard. Quizá debamos conformarnos con que siempre hayamos sabido cuál habríamos querido que fuera nuestro proyecto de vida, pero que nunca nos lanzamos a cumplirlo, aunque amagamos y a veces lo intentamos. En fin… tal vez cuando dejemos de existir, no hayamos sido quienes quisimos ser, pero puede que muramos conscientes de saber siempre quién quisimos ser y que, al menos, lo intentamos. Quizá solo allí, cuando ya casi dejemos de respirar, comprendamos lo invaluable de un segundo, y que desaprovechamos tantos miles de miles de millones de segundos.
Quizá debamos pedirnos perdón por estar dejando que nos vivan.
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