“La solidaridad no puede ser invocada únicamente en tiempo de crisis. Si bien ahí se prioriza, debe afianzarse en actos cotidianos, mostrando así la razón de su propia existencia”
Nadie imaginó que este primer semestre del 2020 tendríamos que enfrentar la pandemia más peligrosa dentro de la historia de la humanidad, esto en razón al eficiente y siempre creciente sistema de comunicación humanos que hacen que las fronteras no existan y que los controles no sean tan eficaces como se pensaron.
El llamado Covid 19 ha hecho que después de décadas exista un sentimiento mundial respecto a algo que nos acontece a todos; ni siquiera la gripa española de hace cien años, ni la Segunda Guerra Mundial, despertaron tantos temores juntos frente a una sociedad en continua expansión, en todo el sentido del término.
En estos meses ha empezado a crecer en todos y cada uno de nosotros un sentimiento de “especie” común, por llamarlo de alguna manera; creíamos que la conquista del universo o por lo menos de nuestro sistema solar estaba cada vez más cerca; que la cura a las grandes enfermedades era cuestión de tiempo; que los avances científicos y tecnológicos harían nuestra vida cada vez más placentera y mucho más ágil. En fin, muchos crecimos y creímos en el precepto moderno de que la ciencia avanza, pero nunca llega, como algo esperanzador para lograr una mejor vida para todos.
Claro, las diferencias siempre han estado presentes. Para no ir muy lejos, uno es el avance que se siente en los sectores rurales y otro en los urbanos; cuando la señal de televisión empezó a llegar al sector rural, cuando la energía eléctrica se contemplaba como algo que pronto llegaría a todas las veredas del país, se veía como lo mejor que le podía suceder a estos apartados territorios nacionales; sin embargo, en la ciudad siempre se espera mucho más, la señal de televisión es una realidad de hace décadas, la señal de internet está ahí latente, otra cosa es tener los recursos para acceder a todos esos servicios que la tecnología ofrece. De tal manera que en pleno siglo XXI, aún existe una marcada diferencia entre el campo y la ciudad. Y pese a todo, seguimos siendo un país que vive del agro.
Con la expansión del Covid 19, ese sentimiento de “especie” ha permitido que volvamos la mirada sobre lo nuestro más próximo; quizá se deba al aislamiento obligatorio, que no todos acatan desde luego, pero que con seguridad en la gran mayoría ha despertado nuevamente procesos de meditación sobre nuestra propia existencia y la de los demás. Entonces nuestros celulares amanecen y anochecen plagados de mensajes, unos positivos y otros no tantos, unos cargados de frases sacadas de libros sagrados y de libros de auto ayuda, otros de brujos y científicos nada ortodoxos que postulan diez mil curas para la hasta ahora incontenible pandemia.
Y muchísimos mensajes solicitando la solidaridad con aquellos que permanentemente han sido excluidos por la propia humanidad. Los noticieros muestran los mercados que muchos ofrecen para los más necesitados. Otros muestran las cadenas que se crean para recoger dinero o productos para enviarlos a las zonas más distantes de las ciudades o de las periferias. Algunos bancos muestran sus jugosas donaciones, algunos industriales y empresarios muestran su generosidad con los jugosos cheques que han girado. Las grandes cadenas de supermercados muestran también sus cuentas y bonos para que nos unamos y donemos lo que podamos. En fin, ese es el panorama actual.
Pese a todo lo anterior, el sentimiento generalizado es que las ayudas no llegan, que hacen falta toda clase de recursos para paliar medianamente una pandemia que nos ha obligado a muchos a estar improductivos económicamente y a no generar ningún tipo de recursos. Los bancos siguen cobrando los préstamos y amenazando con las hipotecas. Los recibos de los servicios públicos siguen llegando a la puerta de los hogares o a la pantalla de las computadoras. Las EPS y las Cajas de Pensiones y de Compensación siguen enviando los valores mensuales a pagar, no sea que en tiempo de pandemia nos quedemos sin el servicio de salud, así sea el más básico. Y lo más triste es que hasta los noticieros, hijos del sistema, muestran como en este país se roban el dinero destinado a atender la pandemia, inclusive salen algunos políticos -animales de sangre fría- a desvirtuar y a minorizar la imperante corrupción que nos corroe como sociedad.
Entonces pienso en la necesidad de volver a encontrar el verdadero significado de la solidaridad. La raíz latina del término viene de la arquitectura e invoca lo sólido, que se entiende como un comportamiento que termina por solidificar la relación entre dos o más personas, comprendido como el enlace que se crea entre estos. Así, su raíz primigenia implica no limitarse a la mera ayuda, sino al compromiso de un destino común de quien ayuda frente a quien se ayuda y, desde luego, también en sentido contrario.
Cuando el mundo empezó a industrializarse aparecen nuevas formas de acumular riqueza y también nuevas formas laborales, así que todo empieza a cambiar, inclusive los valores, en la medida que muchos sentían que la “caridad”, con un profundo sentido religioso, no copaba las expectativas de ese nuevo orden mundial que empezaba. Así, la solidaridad pasó a moverse desde la convicción de la justicia, la equidad y la igualdad. Se empezó a entender la necesidad de la colaboración social, entonces los preceptos de bien común y subsidiaridad empezaron a ser parte fundamentales dentro del proceso solidario que empezaba a difundirse por todo el planeta.
Así, empezamos a entender que la solidaridad está ligada al progreso, que no es mero cúmulo de capitales o la fiebre vertiginosa del ladrillo y el cemento, de vías y de puentes, sino que se entendió que muchos servicios que se ofrecían como una dádiva de los gobernantes o de los Estados, eran nada más y nada menos que los derechos de los individuos y de las sociedades, y que dicho progreso implica un equilibrio razonado entre derechos y obligaciones. Entonces esos bienes y servicios ya no son vistos como un obsequio, sino que forman parte de la responsabilidad de los Estados para con sus gobernados. Y así también en el plano interestatal, una responsabilidad de los países industrializados frente a los países que viven de sus materias primas, en donde debe existir una solidaridad global, que pase del plano de la utopía a la de la realidad.
La solidaridad busca el bien común. Lastimosamente lo que hoy vemos es el marketing solidario, es decir que se publicita las ayudas. De tal manera que diariamente nos llegan mensajes donde se hace publicidad con las ayudas dadas. Quizá no esté mal hacerlo, sobre todo en un mundo mediático y visual, donde la memoria dura hasta que llega otro mensaje más impactante. Sin embargo, creemos que ahí el fin ya no es la ayuda, sino la publicidad, entonces la solidaridad pierde todo su horizonte, porque detrás de la ayuda está el interés del reconocimiento o de la visibilización para futuros procesos, generalmente de carácter político, como catapultar candidatos o partidos políticos, entre muchas otras razones más.
Muchos hemos recibido ayudas de familiares, de amigos e inclusive de instituciones, y una de las primeras condiciones es que se guarde la reserva del caso, o tácitamente así se comprende. Es esta la verdadera sustancia que acompaña a la solidaridad.
La solidaridad se mueve desde diferentes órdenes: en lo político, se busca que fomente la paz, que ayude a que los procesos sociales sean democráticos, a que se reconozca y respete los derechos de las minorías y de las alteridades, a lograr la armonía entre pueblos, naciones y estados; en el orden social, se busca alcanzar el estado de bienestar, mediante la prestación efectiva de los servicios públicos, de salud y educación, de agua y de vivienda, de ingresos económicos que permitan vivir con dignidad y de condiciones laborales estables y justas; en el orden económico, en la cooperación entre los que tienen frente a los que no tienen, en el fomento a la producción y al desarrollo sostenible; y en el orden ético, al respeto por las diferencias y a impulsar los sistemas de valores y creencias que preservan el universo, siendo la “especie” humana una más entre muchas otras.
Así que la solidaridad no puede ser invocada únicamente en tiempo de crisis. Si bien ahí se prioriza, debe afianzarse en actos cotidianos, mostrando así la razón de su propia existencia. Hoy más que nunca necesitamos ser solidarios con los invisibilizados, con los de la periferia, con los excluidos, esos, esos que a todas luces son nuestros hermanos.