La idea de posconflicto debe contrastarse con la idea de conflicto como categoría sociológica, para determinar la validez de uso en los discursos políticos. En este sentido, vale la pena recordar que según cuenta Hesiodo, en Los trabajos y los días: «Los humanos vivían entonces como los dioses, libre el corazón de preocupaciones, lejos del trabajo y del dolor […] Todos los bienes les pertenecían. El campo fértil les ofrecía por sí mismo una abundante alimentación que consumían a placer». Lo que pone de presente Hesiodo es la llamada «Edad de oro» que tiene toda cultura, es decir, esa época feliz, como el Edén, que parece ser un «arquetipo» en el sentido de Jung. En el caso griego es Mecone, donde los seres humanos viven con los dioses, no envejecen, no pasan hambre, no se conoce el dolor ni el sufrimiento –estando sustraídos de las necesidades materiales–; donde sólo conocen la felicidad y «están en la gloria» (1). Es decir, la Edad de oro es una época previa a la historia, previa al tiempo mismo y sustraída al devenir, es la edad de un «idilio primordial» .
Entonces, lo que la idea de posconflicto evoca es Esta edad de oro. Es, en verdad, una idea escatológica, de instaurar en un presente un pasado perfecto y luminoso de paz absoluta y ausencia de conflicto. Y en el caso colombiano, esto ya no es posible, sencillamente porque tenemos una «cultura de la violencia» reproducida históricamente, por lo tanto, no podemos volver a «restaurar» una especie de tiempo perdido de paz que nunca ha existido. Para el caso colombiano no cabe el adagio de que «todo tiempo pasado fue mejor». Más bien, con Ernesto Sábato, podemos decir: no todo tiempo pasado fue mejor porque el presente me parece «tan horrible como el pasado» .
Así las cosas, hablar de «posconflicto» ofrece la idea de una sociedad sin oposiciones, sin disidencias, sin desacuerdos, sin antagonismos. Lo cual no es posible si somos realistas. No existe tal sociedad de ovejas, o sociedades angelicales. Más bien, esa abstracción que llamamos sociológicamente sociedad es, como decía Georg Simmel, como un matrimonio, llena de «disgustos, disentimientos y polémicas», con los cuales la vida se torna soportable, vivible y, de hecho, menos tediosa. Esto quiere decir, que las sociedades están atravesadas por el conflicto, las luchas y los antagonismos. Sencillamente porque una sociedad no es una homogeneidad, porque toda sociedad es una «suma» de ideas, creencias, valores, intereses y cosmovisiones diferentes, que tiene que con-vivir.
De hecho, como sabe la sociología, el conflicto y el antagonismo son necesarios. No sólo es la fuente de la política, sino que le infunde vida a la sociedad. Paradójicamente, el conflicto y la lucha cumplen una función integradora, pues crean y generan relaciones entre grupos y sectores de la sociedad. Sólo a partir de ahí surgen búsquedas de reconocimientos y, por lo tanto, posibilidades de negociaciones, de transacciones, de acuerdos, desacuerdos, etcétera. El conflicto es, pues, saludable para una sociedad, y su inexistencia o eliminación es impensable para una sociedad. Durkheim sabía, por ejemplo, que el delito es fundamental porque hace avanzar a la moral misma y al derecho. Y por esa razón, podemos decir nosotros, no es posible extirpar del todo el derecho penal y su esencia punitiva. La convivencia social requiere fortalecer la ética a partir de un uso responsable de la libertad y la autorresponsabilidad social.
Podemos concluir diciendo con Estanislao Zuleta: «una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz».