El relato que replica con obediencia benedictina el discurso político occidental ha llevado a concebir la guerra no solo como una prolongación de la política por otros medios (decía Clausewitz), sino como condición sine qua non de existencia del Estado-nación. Herederos de la cosmovisión realista de Maquiavelo, Hobbes, Weber y Tilly, se explica el poder transformador de sociedades políticamente organizadas a partir de la cohesión y solidaridad que despierta sus consecuencias trágicas. En el interior de este canon explicativo del Estado, la guerra es el riel sobre el cual transita la conversión de mercenarios en soldados y se asegura la recaudación efectiva de impuestos. Posibilita un sentido nacionalista beligerante que encauza, en una sola voz de unidad, cualquier disidencia previa. Auténtica o auto-creada, abre el telón para permitirle al guerrero, que promete llevar su pueblo a la victoria, disponer de todos los recursos conforme sea su voluntad.
Darle a la guerra un ribete político (en tanto todo es político), es una posición nociva e innecesaria. Tanto, como el discurso políticamente incorrecto pero dominante del VIH (V-derecho Internacional Humanitario), por cuanto la verdadera tarea no es humanizar la guerra sino acabarla. ¿Por qué? Porque a través de la guerra se anula intencionalmente la posibilidad de trazar distinciones a la asociación de un pueblo con su ethos. No todos los alemanes son nazis, no todos los judíos son sionistas y no todos los palestinos son militantes de Hamás. Exigir esta última distinción no es una propagación del terrorismo islámico, ni un acto antisemita. Es una proposición necesaria, valiente y lúcida en medio de un polvorín llamado tierra prometida.
John Fernando Restrepo
Profesor de la Universidad del Valle
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