“Es una ley eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él y va hasta que encuentra límites”.
(Montesquieu)
Los constitucionalistas profesionales y aficionados que andan explicándole a Petro los procedimientos establecidos para convocar una asamblea constituyente, se asemejan a un transeúnte que, ante el asaltante callejero, que quiere despojarlo violentamente de su propiedad, en lugar de enfrentarlo, se pone a explicarle que el robo es un pecado, para la ley divina, y un delito, para la humana, y que, a largo plazo, siempre es mejor el intercambio voluntario que el despojo para hacerse a la propiedad de los otros. Antes de que el desdichado transeúnte haya concluido su prolija explicación habrá recibido una expedita puñalada.
Petro sabe muy bien cuál es el procedimiento constitucional para convocar la asamblea constituyente y sabe también que por ese procedimiento no logrará una hecha a su medida. Sabe que para convocar su asamblea de bolsillo precisa de un procedimiento al margen de la constitución o, incluso, violentamente anticonstitucional. En la historia de todos los países y en la de Colombia en particular abundan los ejemplos de transformaciones constitucionales de esa índole.
La constituyente de la que salió la constitución de 1991 fue convocada por decreto del ejecutivo que, supuestamente, seguía el mandato de los votos de la séptima papeleta que nunca se contaron. Los jueces de la Corte Suprema de Justicia validaron un decreto abiertamente violatorio de constitución que habían jurado defender, abriendo el camino a la convocatoria de una asamblea constituyente que finalmente resultó elegida por poco más de 25% del censo electoral.
Su antecesora, la de 1886 o constitución de Núñez y Caro, sustituyó la de 1863 o de Rionegro, la cual, dejó de existir en la batalla de La Humareda, en cuyas llamas, al decir de Núñez, se quemaron sus “páginas manchadas”. A su turno, la de Rionegro se impuso al final de una guerra civil de tres años en la que el general rebelde Tomás Cipriano de Mosquera derrotó al gobierno legítimo de Mariano Ospina Pérez, acabando al mismo tiempo con la constitución de 1858 o de la Confederación Granadina. Evidentemente, la constitución de Cúcuta de 1821 fue posible por el triunfo militar de la causa independentista.
Gustavo Francisco Petro Urrego, directamente o por intermedio de sus alfiles, viene amenazando con procedimientos al margen de la constitución para convocar su constituyente. En sus erráticos recorridos por la periferia del país ante sus auditorios móviles anuncia la realización de asambleas populares que podrían dar desarrollo a lo acordado con el ELN en las conversaciones de Caracas. Por otro lado, sus serviles “juristas”, Leyva y Montealegre, ambientan procedimientos pseudo legales, supuestamente amparados por el acuerdo de La Habana; al tiempo que uno sus alfiles más propensos a la violencia, el senador Wilson Arias, llama a las FARC y al ELN a defender al presidente a quien la oligarquía no deja gobernar.
No se debe olvidar que Petro – militancia que reivindica con descarado orgullo – fue miembro del M -19, el movimiento que quiso doblegar violentamente al gobierno constitucional con la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985. Además, la totalidad de partidos del Pacto Histórico hacen parte del Foro de Sao Paulo, organización creada por Fidel Castro y Lula de Silva en 1990 para implantar el socialismo en América Latina.
Así pues, hay que entender que ningún lloriqueo recordándole la constitución y el estado de derecho le hará cambiar. Petro y sus partidarios solo se detendrán si la sociedad, es decir, los partidos políticos, los gremios económicos, las organizaciones civiles no partidistas y todos los ciudadanos amantes de la libertad se movilizan y muestran su determinación de ponerle límites a sus pretensiones.
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