“Pensar antes de actuar” fue quizá la primera regla de vida que aprendí y también la primera que rompí, pues no recuerdo haberme preguntado si Nemo había sido el culpable de perderse en mitad del océano, si Coco debía morir para poder descansar o si en La vida es bella la historia pudo haber tenido un final diferente. ¡Para nada! Desde que tengo uso de razón, me he entregado primero al corazón y luego a entender el por qué de cada acontecimiento que me ha hecho llorar de la tristeza o de la felicidad.
Sí, es cierto, los pensamientos no deberían estar tan lejos del corazón, pero no he me topado aún con la primera persona que me haya demostrado un balance perfecto. De hecho, pareciera que tuviéramos que elegir uno de los dos equipos; “pensamos y luego sentimos” o “sentimos y luego pensamos”.
Basta con pasar cinco minutos conmigo para adivinar cuál de los dos bandos elegí. Cuando dejé la culpa y empecé a hacerme hincha de mi equipo me monté en la película; compré camiseta, aprendí las “arengas” y defendí mi posición a como diera lugar. Porque ojo, en la vida, como en el fútbol, uno tiene que serle fiel a sus creencias, sin importar que alguien intente remontarlas en el minuto 45.
El dolor, por ejemplo, ha sido un maestro admirable últimamente. Me ha acercado a mí misma con timidez, pero con el objetivo claro de cuestionarme por lo que hoy soy. Cuando empecé a vivirlo quise apagarlo con mil y un distractores… Busqué por todos los lugares posibles el interruptor para darle off, me cansé y lo dejé ser.
La felicidad, por su parte, ha venido ligera de equipaje, no requiere de mucho trabajo mental, solo basta con entender el ahora. Ella siempre se entremezcla con el amor y aliviana el sentimiento de dolor.
Es normal que creamos que el amor es necesariamente dolor porque lo condicionamos a una pareja. Sin embargo, el amor cuando es incondicional es tranquilidad, calma y felicidad, por ello el amor de la familia, de los amigos y de quién nos escucha con atención jamás se sentirá como un peso extra. He decidido entonces que amar lo cura todo.
No estoy diciendo que solo vivamos felices, adoloridos o enamorados. Mucho menos que nos entreguemos al ir y venir de lo que sentimos en el día a día, porque puede tener el riesgo de hacernos caer en el “importaculismo”. Lo que propongo es cambiar el orden de los factores que, como bien lo aprendimos, no altera el producto.
Dejar de lado la necesidad de ser siempre racionales, de tener “los pies en la tierra” y de temer mostrarnos vulnerables por el “qué dirán”, y empezar, poco a poco, a entender que un dolor de garganta puede ser algo no dicho, que la presión en el pecho no existe, solo son lágrimas que no hemos dejado salir, que muchas veces cuando amamos y aparece la duda, no es solo inseguridad, es quizá la señal para comprometernos un poquito más y que la vida no pesa tanto cuando dejamos salir, sin miedo alguno, todo lo que llevamos adentro.
La única pregunta final que me queda sería, ¿por qué no entregarnos de lleno al sentimiento? Para mí seguirá siendo lo más sensato y natural que podamos darle al otro. A fin de cuentas, ¿nuestros pensamientos son realmente nuestros? O tal vez serán la suma de los pensamientos de los otros, de lo socialmente aceptado o de una imagen que no nos hemos dado cuenta de que no queremos ser.
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