Hace pocos días, tuve la oportunidad de escuchar cómo transcurría la jornada escolar de Manuel, un niño de un colegio privado en la ciudad de Medellín. Según pude saber, a las 7 am el niño debía estar bañado, peinado y con su uniforme bien puesto sentado frente a la pantalla del computador. A esta hora, infaltablemente, comienza la primera hora de la jornada. Si a esta hora no está conectado, se le notifica a los padres la ausencia del estudiante y, a su vez, se le exige a los acudientes la razón por la cual el niño o el joven no está presente en la reunión virtual. La jornada transcurre con absoluta normalidad: en la asignatura de informática aprende a diseñar con Ilustrator, en ciencias sociales repasan la historia de la civilización china, en ética se concluye el tema de la dignidad. Los compromisos extracurriculares de cada asignatura son enviados por medio de una plataforma, gracias a la cual el profesor los puede ver, revisar y corregir. A su vez, se sirven de un sinnúmero de estrategias por medio de las cuales, a pesar de la distancia, los estudiantes pueden interactuar con su profesor y continuar con su proceso educativo. Estoy seguro de que esta no es la realidad de todos los colegios urbanos. Incluso, dudo de que este tipo de procedimientos sean realizados en todos los colegios privados de la ciudad.
Podemos hacer esfuerzos sinceros en rebuscar ventajas y sacar provecho de esta terrible contingencia. Se podría creer que la pandemia es una excelente razón para reinventar la educación y para que nosotros, los profesores, nos apropiemos de una invaluable cantidad de instrumentos bastantes útiles para el aprendizaje de los niños y los adolescentes. Podríamos suponer también que esta difícil situación nos debe incentivar a repensar, rediseñar y mejorar nuestras estrategias como profesores y emprender un camino nuevo, que perfeccione nuestros métodos y, a su vez, impulse las habilidades de los jóvenes. Para algunos centros educativos, como el de Manuel, este es el camino a seguir en medio de una pandemia.
Pero de este lado, las cosas son un poco diferentes. Para nosotros, en el campo, solo existe una herramienta digital por medio de la cual podemos hacer contacto con nuestros estudiantes: WhatsApp. Todo el proceso educativo se desarrolla gracias a los muy limitados mensajes instantáneos que nos permite esta herramienta. Muchos de los estudiantes, entonces, se sirven del celular de su padre o, incluso, del de su vecina para recibir y enviar sus compromisos porque, naturalmente, no todos los estudiantes tienen celular y, mucho menos, internet para comunicarse. Los que sí tienen, los recargan cada tanto, porque carecen de dinero para comprar Internet a diario. Para nosotros es impensable, dadas la precaria situación de los alumnos, pensar en una reunión virtual o en una plataforma educativa que nos permita interactuar o compartir con ellos.
Hoy día, las metas de la educación y de nosotros, en calidad de profesores, se han bifurcado. Para unos, quizá, la necesidad inmediata sea elegir el mejor medio para enseñar este o aquel contenido. Para otros, diseñar estrategias efectivas que mejoren el aprendizaje. Para nosotros, que enseñamos en medio de un contexto de precariedad, nuestros objetivos se han reducido a mantener un contacto con los estudiantes y hacer todo lo posible para que no abandonen su proceso educativo. Así, nuestras obligaciones, además de diseñar y revisar talleres para enviarlos por WhatsApp, están dirigidas a investigar qué ha pasado con este estudiante y si aquel otro ha respondido los mensajes o las llamadas.
Antes de esta contingencia, la brecha educativa entre el campo y la ciudad era abismal. Según Zubiría, la diferencia entre un colegio privado y un colegio público rural era insondable. Éstos están tres años atrasados con relación a los primeros. Un estudiante de noveno de quince años, según el profesor Zubiría, de un colegio rural lee como si estuviera en tercero. El confinamiento, sencillamente, alimentará la brecha histórica en términos educativos que padece el país.
Ahora, lastimosamente, mejorar las capacidades lectoras han dejado de ser la prioridad. Sospecho que, aprender la historia de las religiones y la diferencia entre Platón y Aristóteles ha dejado de ser el pilar de la educación, por lo menos para algunos centros educativos. Pero esta contingencia no debe provocarnos un quietismo enfermo. No debemos rendirnos ante la dificultad que nace de tener que enseñar a distancia, sin medios y, muchas veces, sin el mínimo apoyo de un padre de familia. Nuestra obligación es, quizá, más básica y esencial: impedir que los estudiantes piensen que la educación es una más entre las muchas opciones que nos ofrece la vida, como el trabajo, por ejemplo. La educación no debe ser opcional. El compromiso ahora es impedir la huida de los estudiantes y, en la medida de los posible, evitar su deserción. Es impedir su pérdida, mantenerlos conectados. Ante los mil obstáculos que nacen de una pandemia, nuestro propósito es abrazar con paciencia e insistencia a nuestros alumnos y, así, evitar que la idea de abandonar la escuela sea una posibilidad en su mente.
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