“Sólo el día que la sociedad israelí arroje el suprematismo sionista al basurero de la historia y se reconcilie con el carácter emancipador y humanista de aquello que Enzo Traverso llamó ‘la modernidad judía’, los palestinos podrán recuperar la paz”.
“…la solución de la cuestión judía produjo simplemente una nueva categoría de refugiados, los árabes, aumentando por ello el número de apátridas y fuera de la ley con otras 700.000 u 800.000 personas”.
—Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo.
Mientras intentaba liderar una manifestación proisraelí, el profesor asistente de la Universidad de Columbia, Shai Davidai, descubrió que su tarjeta de acceso al campus había sido desactivada. “El día de hoy, Columbia se negó a dejarme entrar al campus. ¿Por qué? Porque no pueden proteger mi seguridad como profesor judío. Esto es 1938”, escribió en Twitter el profesor judío.
Sin embargo, en su amarga denuncia, Davidai —un autodenominado sionista— olvidó mencionar el acoso al que ha sometido a estudiantes árabes y musulmanes y las acusaciones gratuitas de terrorismo y antisemitismo que ha lanzado en contra de los manifestantes que, desde hace semanas, se autoconvocan para exigir a las universidades estadounidenses que rompan vínculos con empresas e individuos israelíes.
Tristemente, en lugar de suscitar una discusión seria acerca de las vías para poner fin al genocidio palestino, las protestas han recibido como respuesta una serie de absurdas acusaciones de antisemitismo en contra de los manifestantes por parte políticos y analistas occidentales —y, por supuesto, israelíes—, desviando así el foco de atención de lo realmente importante: las víctimas palestinas.
Ciertamente, sería deshonesto e irresponsable negar que en las manifestaciones en contra de las masacres cotidianas en Gaza se han producido expresiones marginales de antisemitismo. La cuestión es que la polarización política inherente al conflicto palestino-israelí produce esta clase de reacciones. El problema, no sólo analítico sino ético, radica, primero, en equiparar la situación del agredido con la del agresor y, segundo, en identificar judaísmo con sionismo.
Con respecto al primer punto, no debería hacer falta señalar la obviedad de que no es el Estado de Israel el que está siendo víctima de la invasión por parte de otro Estado, ni son los ciudadanos israelíes los que llevan ocho décadas sometidos a un régimen de apartheid y limpieza étnica. El antisemitismo manifestado por una pequeña parte de la población palestina y de quienes apoyan su causa es una respuesta ciertamente irracional e injustificable, pero comprensible dadas las atrocidades cometidas por el Estado de Israel.
Al final del día, los mecanismos cognitivos y psicológicos de los que dispone un ser humano para procesar el shock que supone la destrucción de su vida son muy limitados, justamente por la escasez material y simbólica que ella produce. Y la hipócrita posición de victimismo adoptada por el régimen sionista no hace otra cosa que echar más al fuego.
Sin duda, debe censurarse a los estudiantes universitarios del primer mundo que, a pesar de su posición de privilegio, se rehúsan a separar la paja del trigo, pero suponer que la causa palestina carece de legitimidad porque las víctimas expresan odio hacia sus victimarios —como hace el profesor Davidai, por ejemplo— es una aberración moral.
Que los palestinos conciban a los israelíes como bárbaros no es gratuito. El paulatino arraigo del fundamentalismo islámico en Palestina es el resultado indeseado, pero previsible del asedio israelí. A fin de cuentas, el Estado de Israel se concibe y presenta a sí mismo como un “Estado judío”, por lo que no es ilógico —aunque ciertamente es trágico— que algunos palestinos dirijan su odio al judaísmo. Que el “pueblo elegido por Dios” perpetre un genocidio ante la mirada paciente del mundo sólo puede ser racionalizado a través de la religión. Sólo los infieles serían capaces de tal destrucción, y únicamente la esperanza de que Alá dejará caer su ira sobre ellos parece brindar algo de alivio espiritual en una situación tan desesperada, más aún cuando, aunque por medio del terrorismo, es una organización integrista islámica la única que combate con armas al ejército invasor.
Y aquí también hay que aprender a separar la paja del trigo. Hamas no existe porque los árabes o los musulmanes tengan una inclinación natural hacia el terrorismo o hacia el fanatismo religioso; existe porque Israel ha convertido la limpieza étnica de los árabes de Palestina en su principal política de Estado.
Todo el discurso supremacista israelí se funda, en última instancia, en una premisa religiosa, y esta es la segunda parte del problema. El sionismo, ideología oficial del régimen israelí, tiene un fundamento teológico, aunque paradójicamente, uno bastante antijudío. En palabras del historiador israelí Shlomo Sand:
“…el sionismo no es el judaísmo. Incluso constituye una revuelta radical contra él. A través de los siglos, los judíos piadosos han alimentado una profunda pasión por su tierra santa, y más particularmente por Jerusalén. Pero acatan el precepto talmúdico que les indica que no deben emigrar colectivamente allí antes de la venida del Mesías. De hecho, esa tierra santa no pertenece a los judíos, sino a Dios. Dios la dio y Dios la tomó de nuevo; y enviará al Mesías para restaurarla, cuando quiera. Cuando apareció el sionismo, quitó de en medio al ‘Todopoderoso’ y lo sustituyó por un sujeto humano activo”.
No es éticamente responsable ni intelectualmente honesto caer en el perverso juego de igualar sionismo y judaísmo. El judaísmo, igual que el islam, es una religión monoteísta de orientación ética. El sionismo, en cambio, no es otra cosa que un nacionalismo supremacista de base religiosa y étnica. Rechazarlo es un deber moral que, dicho sea de paso, muchos judíos, étnicos y/o religiosos —la mayoría, lastimosamente, fuera de Israel— han hecho suyo.
Antisionistas fueron Marek Edelman, superviviente del levantamiento del Gueto de Varsovia, y la filósofa Hannah Arendt, quien, tras un breve coqueteo con el sionismo en su juventud, se convirtió en una feroz crítica de la política israelí. Son, también, antisionistas Shlomo Sand y Norman Finkelstein, hijo de supervivientes de los campos de exterminio nazis, y quien ha sufrido el acoso de las autoridades y la sociedad israelí por su postura de abierta oposición al genocidio y a la instrumentalización del Holocausto por parte del sionismo.
La condena política y ética al Estado de Israel por parte de quienes presenciamos horrorizados desde afuera el genocidio palestino es tan legítima como el odio de las víctimas a sus verdugos; un odio que muy pocas veces adopta la forma del antisemitismo y, en cambio, siempre se expresa como antisionismo. Las expresiones aisladas y marginales de antisemitismo son, en todo caso, un arma mediática más que el sionismo utiliza para justificar la limpieza étnica que desde hace décadas lleva a cabo en contra de los árabes palestinos.
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La paz en Palestina es una lejana quimera que únicamente podría lograrse si los odios enconados dieran paso al diálogo y al reconocimiento mutuo del derecho a existir entre árabes y judíos. Y si bien, Hamas es parte integral de este problema, no corresponde a los civiles palestinos —las únicas víctimas de esta guerra totalmente asimétrica— dar ese primer paso.
Sólo el día que la sociedad israelí arroje el suprematismo sionista al basurero de la historia y se reconcilie con el carácter emancipador y humanista de aquello que Enzo Traverso llamó “la modernidad judía”, los palestinos podrán recuperar la paz.
Lastimosamente, creo que nos encontramos todavía muy lejos de ese día.
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