Como todo el mundo sabe, el título de esta nota corresponde al pronunciamiento hecho por Humberto de la Calle, negociador del Gobierno en el proceso de paz con las Farc en La Habana. Dicho de esa manera el enunciado, pareciera que en Colombia hubiese paz y algunos malvados estuvieran atentando contra ella. Pero eso no es verdad. En Colombia no ha existido paz durante los últimos doscientos años, porque las causas que han generado los conflictos están vivas.
Tampoco es verdad que las conversaciones de La Habana entre el Gobierno y las Farc hayan tenido el propósito de construir la paz. Si esa guerrilla y millones de colombianos así lo creímos estábamos equivocados. El objetivo de esas conversaciones era someter y desarmar por el método dialéctico a un ejército insurgente, al cual tres ejércitos –el oficial de Colombia, el estadounidense y el paramilitar– habían sido incapaces de someter por las armas.
Logrado ese propósito, todo lo demás es consecuencia lógica del sometimiento: entorpecer y sabotear todo lo acordado, encarcelar y extraditar a los negociadores, eliminar a los exguerrilleros y a los líderes comunales que constituían la base social de la insurgencia. Las primeras acciones las hacen las élites del establecimiento, representadas en las tres ramas del poder público, en los órganos de control, el régimen electoral, los gremios económicos y los medios de comunicación. La eliminación corre por cuenta de sus agentes ilegítimos.
¿Si viviera Manuel Marulanda Vélez, qué les diría a quienes conformaban su Estado Mayor, y que hoy se hallan sometidos y desarmados? El 6 de septiembre de 1998 el fundador de las Farc le dio una declaración al periodista Pablo Biffi de El Clarín, y en uno de sus apartes dijo: “Nosotros haremos un acuerdo en algún momento, pero nuestras armas tienen que ser la garantía de que aquí se va a cumplir lo acordado”.
No es a la paz a la que se están tirando, como dijo De la Calle, sino a los excombatientes sometidos y desarmados. El establecimiento obra como siempre: como en los años cincuenta y los ochenta del siglo pasado. Una vez que la guerrilla liberal entregó sus armas asesinaron a sus comandantes. Del acuerdo de paz de 1984 surgió la Unión Patriótica, pero todos sus líderes y militantes fueron eliminados. En la misma declaración Marulanda dijo: “De acuerdo con la experiencia que hemos acumulado a lo largo de 40 años de lucha, para resolver los problemas sociales de este país se requiere de la presencia de las Farc”.
En el siglo XXI es igual: el establecimiento combina todas las tramas y urdimbres para truncar el sueño, no solo de la insurgencia sino de todo el pueblo colombiano y de la comunidad internacional. Cada una de las instancias del poder hace su oficio: el Congreso, las Cortes, la Fiscalía y el Ejecutivo entorpecen y sabotean el texto de los acuerdos. Arman un montaje para encarcelar con fines de extradición a Santrich, y hacen extensiva la amenaza a Iván Márquez, jefe negociador de las Farc.
¿Será que en Colombia no es posible hacer política civilizadamente? Timochenko se somete, entrega sus armas y comienza una campaña política. Petro llena las plazas de multitudes e ilusiones. Entonces, el jefe de la extrema derecha y su candidato se reúnen en Miami con exiliados cubanos. Días después aparece en Bogotá el exiliado Raúl Gutiérrez con planes precisos para asesinar a Timochenko y a Petro.
Hoy como ayer, las élites dominantes han impuesto la lógica de la perfidia y el engaño, que es la lógica de la guerra y de las armas, a la que, a manera de corolario, Marulanda se refería en la declaración citada: “En el momento en que desaparezcan las armas, el acuerdo se puede derrumbar. Ese es un tema estratégico que no vamos a discutir”.