Roto

“Cabeza dura de cemento,
Alma de caldera,
Arterias de hierro galvanizado que alimentan de aceite tu corazón, no de sangre
Y por eso eres más insensible que un zapato”.
(Gonzalo Arango)


A Medellín llego en el Metro. Por tres mil doscientos diez pesos compro media hora de vejamen.  Voy medio asfixiado, pisoteado y estrujado por las gentes que se apiñan para llegar a sus casas o al trabajo a como dé lugar. Viajo lamiendo el viento contaminado de la ciudad que a su vez alimenta el aire acondicionado de los vagones de este infierno rodante. Todos sudamos, olemos y desesperamos mientras nos estrujamos y buscamos un lugar para libranos de morrales y vergas erectas que colocan contra nuestras piernas algunos hptas que van en el vagón. En cada estación suenan los mensajes que la anuncian y con ellos el comercial respectivo: “a pocos metros el instituto tal y pascual, en tal lugar el centro de atención de tal…

Mientras esperamos el tren, los mensajes de licores, eventos y cuanta bobería hay, nos anuncian la felicidad. Las pantallas luminosas ubicadas en las estaciones, nos venden como una jugosa “audiencia cautiva”.  No somos pasajeros, somos Zombis apiñados y ensordecidos a punta de mensajes comerciales y consejos estúpidos:  Aspira lo quieres tener y expira lo que no quieres, aspira y contraes y espira y expandes”…

Para abordar, en casi todas las estaciones, nos toca subir por las largas y empinadas escaleras de cemento bordeadas de vendedores ambulantes, atravesar largos puentes peatonales a la intemperie; y circular por la izquierda, pues a algún genio se le ocurrió esa novedosa manera de ir en contravía.

En muchas de las estaciones a partir de las 4 p.m. o de las 6 a.m., una muchedumbre ansiosa se toma la entrada de cada vagón y mientras se empujan y ríen como si lo disfrutaran, se ubican sudorosos y agitados dentro de los espacios imposibles que aún quedan. Algunos no alcanzan a salir o se les queda su bolso o morral aprisionado entre las desalmadas puertas que chillan al abrirse y cerrarse, como si engulleran niños inocentes. En cada parada la voz de la joven conductora advierte que hay que despejar las salidas: “recuerde que dejar salir es abordar más fácil”.

Sudo copiosamente mientras miro de reojo los pasajeros que van  sentados. He desarrollado una “psicología de vagón tetiado”, que consiste en leer el menor movimiento y adivinar quien se bajará pronto para acercarme, si es posible. Me siento en una silla caliente dejada por una señora gorda que peleaba por su celular regañando algún hijo descarriado.  “Cultura Metro es usar los audífonos para no molestar a los demás pasajeros”…Voy mirando por la ventanilla, prácticamente ajeno a mi entorno mientras observo como se eleva la triste ciudad edificada en el viejo basurero de Moravia o como las erosionadas riveras del Rio Medellín, se llevan las orillas del frente y las propias, por donde rueda esta enorme boa que a cada trecho le toca parar, pues en sentido contario viene otro tren y los rieles pueden ceder.

El Rio Medellín, es una cloaca de aguas negras y amarillentas, que arrastra y fondea en sus orillas colchones, muebles y plásticos. En alguna de ellas, los paleros sacan arena y llenan las volqueas que abastecen las construcciones de la ciudad. Los bordes del Río son enormes basureros que de tanto en tanto, permiten que las casuchas o tugurios se edifiquen y de ellas salgan, como catalejos, sendos tubos de PVC que arrojan las aguas servidas al Río.

Entre enormes depósitos de chatarra bordea nuestro querido Río mientras que, de los orificios de su canalización semiderruida, emergen, como espantos, seres que viven en sus alcantarillas. Salen además, hilillos de agua provenientes de una quebradita que alguna vez fue un afluente del Río. Hace poco, un inepto mandatario local construyó, allí donde el Rio fluía entre enormes eucaliptos, unos parques que llamó Del Rio. Obviamente, todos los eucaliptos fueron aserrados.

Apilado contra algún mueble o colchón viejo, se encuentra un cadáver encallado. Es uno de los cientos que arrojan al Río. Seguro sus ojos ya no habitan sus órbitas y su cuerpo no sentirá los gallinazos que picotean sus espaldas, mientras una bandada sobrevuela hambrienta a su alrededor. Ya está medio descompuesto y el río exánime, no puede arrastrarlo. Uno de esos cadáveres puede ser el de Manuel Bermúdez, perdido hace dos meses y apenas encontrado recostado contra un árbol, según informan unas noticias que nunca dieron cuenta de su desaparición. Seguro fue asesinado, pues Medellín no puede soportar el poliamor más allá de sus numerosos moteles y oficinas, o del comercio de sus niños, niñas y jóvenes, que cargan sobre sus espaldas el hambre de sus familias. Estos niños, niñas y jóvenes a pesar de la demagogia oficial, son vendidos a turistas cuando no violados silenciosamente por sus padres, tíos o hermanos. En el fondo, estos niños y niñas sueñan que algún día navegarán por el río de su ciudad.

Ahora he llegado a mi Estación de destino. El aire podrido de la ciudad golpea mis narices y me hace estornudar. Rápidamente me coloco la mascarilla y como un infectado avanzo por el puente que pasa sobre la congestionada autopista, Por fin he llegado a la Terminal de transportes, la misma en la que los taxistas escogen sus pasajeros y les cobran fortunas por cualquier carrera. Es un lugar abarrotado de gentes cargadas de cajas de cartón y enormes maletas que arrasan con esfuerzo infinito, de campesinos medio perdidos procedentes de los pueblos vecinos y gentes de algún país fronterizo.

No faltan en esta Terminal del Norte los indios Emberá. Llegan de Andágueda, San Antonio del Chami o de alguno de los kilómetros de la carretera Medellín-Quibdó. Van cargados de maletines, cajas de cartón, niños y niñas que luego venden a algún pedófilo o alquilan para pedir limosna. Casi siempre detrás de una joven mujer envejecida por los partos, va un hombre Emberá borracho que los explota y vive de ellos. La mayoría se hacinan en cuartos malolientes y sucios en un sector del centro llamado Niquitao. Allí, la vida pasa entre el bazuco, la marihuana, la coca, la morfina de pésima calidad y el alcohol.

Camino con desgano por la Avenida Primero de Mayo mientras llega la hora de la cita en el Museo Botero. Niquitao no es la única olla de esta ciudad, la Avenida primero de Mayo y las cercanías de la Plaza Minorista de mercado están plagadas de casas herméticamente cerradas, en cuyo interior seres de piel amarillenta y movimientos cansinos se recuestan contra paredes ahumadas y medio dormidos,  yacen sobre cartones o sucias esteras.

En las calles aledañas las basuras pululan y se confunden con los habitantes de esta metrópoli de fantasmas. Mujeres, niños y niñas, deambulan mamándolo por una papeleta de bazuco. Son cientos de almas en pena, que circulan, soplan y miran de reojo sin que nadie se preocupe por ellos. Los llaman los “desechables” y viven en estos Bronx criollos.

Llego a la Minorista y me devuelvo pues el paisaje es el mismo: seres mugrientos de pelo apelmazado y mirada vidriosa, solos o en pequeños grupos, están liando sus cigarrillos de bazuco o pegados a sus pipas artesanales en donde usualmente lo consumen.

Llego al Centro de la ciudad, o lo que en algún momento lo fué. Es un conjunto del Parque de Berrio y la Plazuela Nutibara. Es un amplio boulevard lleno de esculturas de Botero y coronado por el hermoso Palacio que construyó para la gobernación del departamento, el arquitecto belga Agustín Goovaerts.  Este lugar, en donde el cuento narra que nacieron todos los paisas, recibió el barberazo de la vía del Metro que convirtió el lugar en un antro de donde prostitutas,  desempleados, fotógrafos, reducidores, músicos y ladrones y ladronas, compiten por el sustento diario. Un estúpido alcalde de la ciudad le dio por cerrar este hermoso sitio y colocar en entrada y salida policías. Pronto, las cercas fueron insuficientes para las basuras, la mierda y los orines allí depositados. ¡Contengo las lágrimas!.

Caminé hacia Junín, la calle que nos vio crecer y para la cual nos engalanábamos para bajar al centro con nuestros padres. Sobreviven el Astor, con su desfile de niñas impecablemente uniformadas, como monjitas atendiendo clientes; y el deteriorado Versalles en el cual todavía le sirven a uno el jugo de mandarina y la empanada Argentina, pero en un plato desportillado. Dicen que desde murió Don Leonardo Nieto, el propietario del Salón Versalles, las cosas ya no fueron iguales.

Este centro me da grima. Las calles, aceras y el espacio público están ocupados por ventorrillos que son extensiones de los grandes almacenes de los alrededores. Las esquinas y las aceras las ocupan grandes carretas de cuatro llantas que venden verduras, frutas, alimentos, gaseosas, carcazas de celulares y todo lo que se necesite. Van precedidas de bocinas y altoparlantes que ofrecen los productos a todo volumen, como si compitieran con los buses y las motos que llenan cualquier espacio vial sin respetar norma alguna. Grandes comerciantes de alimentos surten de frutas y verduras esas carretillas alquiladas, que, además, no pagan un peso por usufructuar el espacio público.  Es un pingüe negocio.

El centro de Medellín se muere con la noche y calles completas son habitadas por la soledad y el miedo. Los grupos de violencia privada llamadas Convivir, se van con el cierre de los locales comerciales que los financian y debajo de los aleros y en las entradas de almacenes, locales y edificios, duermen a pierna suelta los habitantes en “Situación de Calle”, tal como eufemísticamente son llamados por la burocracia local. Los candados y las esquinas de puertas y persianas de hierro están carcomidos por el óxido producido por los orines. Un olor a berrinche inunda cada rincón del centro y en sus calles se amontonan y dispersan por el viento y los carros, las bolsas de basura rotas en busca de comida.

En la mañana, el centro es un auténtico muladar, y en el día amplias zonas, como la Plazuela de San Ignacio, son el parche de bebedores de alcohol puro revuelto con la gaseosa “Colombiana, la nuestra”. Aún así, la mayoría de mis conciudadanos piensan que viven en el paraíso y que son gobernados por el mejor alcalde del mundo.

La ciudad es gobernada por los pillos. Gobernanza criminal es el pomposo nombre con el que los académicos han bautizado este fenómeno. Miles de jóvenes habitantes de barrios periféricos y pobres, se juegan la vida en la delincuencia. Grandes superficies y bancos solo colocan niños y niñas blancos o zarcos, bien plantados y provenientes de la clase media.  Cuando un muchacho o muchacha dice que vive en un barrio popular, de inmediato es mirado con recelo y despachado con un palmo de narices.  Los pelaos son pasto de los pillos mayores a quienes llaman ‘apá, quizá porque esa figura paterna nunca ha existido para ellos.  Siendo niños, empiezan como “carritos” esto es, llevando armas y drogas o “campaniando” vueltas, hasta llegar a ser sicarios, jefes de banda o muñecos (cadáveres), dependiendo de la finura probada.

Como no hablé con los duros, no voy a ningún barrio, pues para llegar a ellos se necesita su permiso. Allí reinan a sus anchas administrando el paga diario, vendiendo vicio, prestando “seguridad”, vendiendo licor adulterado y distribuyendo hasta los huevos y las arepas del diario.

La ciudad, o mejor, una parte de ella, es gobernada por los banqueros criollos y los tres o cuatro ricos que alguna vez se enrocaron con el cuento de defenderse de la mafia, cuando la verdad era que les vendían a los mafiosos sus fincas, sus casas y sus obras de arte a precios de ocasión. Estos mismos riquitos, hacían parte de cooperativas o “vacas” para enviar los alijos droga al otro lado. No faltó, ni faltan las buenas familias que tienen sus hijos, hijas o familiares “traquetiando”, esto es, haciendo parte del narcotráfico, el lavado de dinero y del blanqueo de activos. Definitivamente, son gentes de bien.

Estos ricos criollos no volvieron a repartir un peso a los demás inversionistas de sus empresas, envilecieron los precios de sus acciones y se nombraron en sus juntas directivas. Un alfil que recuperó para ellos la Alcaldía de la ciudad, inventó una cosa llamada “Gobierno Corporativo” y por esa vía, estos ricachones se apropiaron de las juntas directivas de las Empresas Públicas de la ciudad, del sistema de movilidad urbano y del principal centro de educación superior de la región, a donde llegaron a hacer sus negocios y apoderarse del ‘know how’ de esas instituciones. Mis conciudadanos creen que esas empresas son de ellos porque son paisas.

Y lo peor. Nuestros gobernantes son unos idiotas con credencial que llenos de ínfulas chovinistas, se la pasan desafiando al Gobierno nacional. Dicen que el alcalde es el primer analfabeta de la ciudad y que se le olvidó leer hace rato.  Grita como un condenado en un “paisa” burdo y machacado. Este Alcalde ha hecho de su gobierno una fábrica de la oposición y en este propósito anda su socio, el gobernador, quien llegó a ese cargo comprometiendo con la politiquería regional hasta sus calzoncillos.

Siempre que he estado mal con la ciudad o sus miserables gobernantes, o sea casi siempre, o cuando la congoja me cobijaba, volvía al Profeta Gonzalo Arango para escoger mis epígrafes. Hoy compruebo que su “Medellín a Solas Contigo”, no pasa de ser la égloga a una ciudad que ya no existe, porque Medellín es un infundio lleno de hollín que asfixia a sus habitantes. Una ciudad donde la muerte es la simple mercancía en un baratillo del Hueco.

Rumio con rabia los discursos altisonantes de nuestros gobernantes y la idiotez de nuestros conciudadanos que se creen la última Coca Cola del desierto y piensan que somos una “raza superior”.  Este chovinismo alimentado por la vieja alianza de políticos, empresarios y medios de comunicación ha permitido y tapado latrocinios, como el Metro de Medellín, la construcción de Parques del Río, la venta de Une y la compra, a precios de oro, de parques eólicos, represas y acueductos fuera de la ciudad.

Pero eso sí, quieren ser una república independiente, o mejor, una para-república. Tenemos la más peligrosa, camandulera y asolapada clase política del mundo, casi toda ligada con el bandidaje local mientras grita autonomía, autonomía, solo para poder seguir robando solos. Y mis conciudadanos hacen vacas para mantenerlos.


Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/jesus-ramirez/

*Abogado de la Universidad de Antioquia. Consultor independiente

Jesus Ramirez

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