«Quien supedita el arte a un fin ideológico, a una carrera propagandística o a una secta, oficializa la independencia de la que se vale, sin la cual no podría denunciar la ideología, la propaganda o la secta; o, directamente, sin la cual no se puede desentender de la realidad y de las preocupaciones mundanas para encaramarse en sus fantasías»
Hay periodos de estancamiento literario en los que nada sale a flote (ni se sumerge). Las palabras no cuajan y uno se pregunta cómo ha hecho para escribir otras cosas, revisa carpetas y parece leer a otro autor. Una buena salida para ello es saber cómo empezar en cuanto al tema. Y qué mejor recomendación que la de Fernando Ampuero, a raíz de la pregunta ¿cuál es su decálogo literario?: «Los decálogos de los escritores se basan, a mi modo de ver, en el primero que se escribió en la historia, que es el de Moisés: los diez mandamientos, unas reglas muy útiles para la vida moral en la sociedad. Un escritor lo que tiene hacer con sus personajes es violar, sistemáticamente, esos mandamientos. Para que los personajes de una historia funcionen, alguien tiene que mentir, robar, matar y desear a la mujer del prójimo. Hace dos mil años estamos deseando a la mujer del prójimo y no nos cansamos».
Los cuentos que finalizan con «Y vivieron felices para siempre» matan la posibilidad de que haya algo más después de los problemas, del viaje. Cuando se agotan las funciones de Propp, y el relato ni siquiera deja abierta la eventualidad de imaginarse qué pasará al vivir felices para siempre, a diferencia de las obras que culminan con el protagonista paralítico o tuerto y no puede hacer lo que estaba predestinado hacer (o vence sus límites), la imaginación encuentra una muralla infranqueable de «Prohibido el paso: no hay más camino». (Hasta con Propp se empieza a perder la gracia del azar, de lo no advertido, como quien sabe que oprimiendo una tecla saldrá en la pantalla la E, sin necesidad incluso de oprimirla).
El ají de la Historia, y de la historia, son los reyes como Falaris, y su toro; como Calígula, y su caballo Incitatus, cólsul de Roma; como Ibrahim I, el Loco, que por murmullos de que sus esposas estaban con otros hombres, mandó a matar su harem de doscientas ochenta mujeres; como Otto de Baviera, que se creía un perro, andaba en cuatro patas, rasgaba las puertas y no se quitaba las botas en ocho semanas; y como Bokassa, emperador caníbal, sibarita y pomposo como Napoleón I en su trono imperial de Ingres. ¿Qué son estos tiranos, emperadores, sultanes y reyes, sino violadores de las Tablas de la Ley? Para el universo literario son chispas, árbol fructífero. La moralidad puede entrar con discursos, la política con arengas y los religiosos con sermones; pero el escritor y el artista examinan, se deslumbran y crean.
Quien supedita el arte a un fin ideológico, a una carrera propagandística o a una secta, oficializa la independencia de la que se vale, sin la cual no podría denunciar la ideología, la propaganda o la secta; o, directamente, sin la cual no se puede desentender de la realidad y de las preocupaciones mundanas para encaramarse en sus fantasías. Moralizar al autor diseca sus ímpetus narrativos, teatrales, oníricos: no podría reírse de los déspotas citados, ni por lo menos traerlos a cuento en la historia: no son guías luminarias para una civilización mejor; pero si el moralizador busca una civilización mejor, el artista busca una creación, un escrito, un cuadro mejor.
¿Qué sería de la Transverberación de santa Teresa de Bernini si su semejanza con el orgasmo humano por medio de la unión divina, del ángel atravesándole el corazón, fuera inicio para la censura católica? ¿Qué sería de las mujeres que firmaron sus escritos con pseudónimos masculinos, para extrapolar su condición de madres y publicarlos, si no lo hubieran hecho, si no se hubieran movido aún con grilletes? ¿Qué sería de los tiranos si pudieran utilizar a su antojo las brochas y las plumas para entronarse en los libros y en los museos, sin ninguna disidencia?
Supeditar el arte y la literatura a las corrientes políticas, a la mojigatería de unos puritanos que olvidan sus ideales cuando los empiezan a violar, al bozal de las iglesias por mantener intactos, sin contaminación a sus próximos clérigos, a la censura social por tocar temas prohibidos, es grabar el epitafio para ocuparlo en vida. Encima, ¿no son los mismos puritanos, los mismos religiosos y la misma sociedad la que busca un restregón de sus vidas de mueble y tabletas en las novelas más absurdas, sucias y escandalosas posibles, «solo por conocer»? Me imagino lo que fuera del arte si únicamente se centrara en montar a políticos o contemplar santos: ¿y lo otro de la vida, lo demás, lo nimio, los señores del café, el camionero que se duerme y choca con la mercancía, las bacanales de viejas diabéticas y el espesor de un beso de desconocidos dónde queda? ¿Dónde, con Moisés, se rompen los mandamientos por rabia, espantosa furia?
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