“La decisión de renunciar o no a un artista y su obra es personal. No hay nada que nos habilite moralmente a forzar a otros a compartir nuestra renuncia. Más aún si los motivos de dicha renuncia son pueriles”.
El filósofo español Ernesto Castro suele referirse como “cultura de los ofendiditos” a ese paternalismo con el que actúan quienes se sienten asistidos por un falso sentimiento de superioridad moral que les hace sentirse demasiado dignos para el mundo. Su sentimiento de indignación con lo que consideran comportamientos imperdonables en una figura pública no son sino el revés de su convicción de que están llamados a enseñarle al resto de mortales qué deben disfrutar y qué no. Ofendiditos son, en este sentido, tanto quienes pretenden cancelar la literatura de Vargas Llosa por sus ideas políticas como aquellos que intentan boicotear un concierto de Roger Waters por iguales motivos.
Si el ofendidito en cuestión odia al artista y, además, le resulta indiferente la obra, su paternalismo es estrictamente egoísta: “yo no disfruto de esto, ergo, nadie debe hacerlo”. No se priva de un placer estético, pero está comprometido con la tarea de que el resto si lo haga. En este caso, lo único que puede perturbar su felicidad es fracasar en su intento de cancelación —por ejemplo, que Roger Waters consiga, como lo ha hecho, llenar todos sus conciertos en su gira por Latinoamérica.
Si, en cambio, nuestro ofendidito odia al artista, pero por algún motivo disfruta de su obra, su paternalismo es simple y llanamente estúpido. Éste sí se priva de un placer estético, pero, además, su privación no le acarrea ningún beneficio colateral: el artista duerme tan tranquilo como siempre y su público disfruta de su obra. Desde una perspectiva netamente utilitaria, nuestro ofendidito es todo lo irracional que podría ser.
Esto nos conduce al eterno problema del autor y su obra. ¿Deben separarse o son indisociables? Si nuestro interés es conocer al artista, es ciertamente imposible hacerlo desligándolo de su obra. Pero si, al contrario, nuestro interés radica en la obra, el autor es prescindible. Para disfrutar de las Mil y una noches no necesitamos saber quiénes crearon las historias que la componen, ni conocer sus prontuarios. Cualquiera puede maravillarse ante Judit y Holofernes sin saber quién fue ese tal Caravaggio que asesinó a un pobre infeliz en una pelea de borrachos.
Ciertamente la vida de Rimbaud puede iluminar aspectos incluso estéticos de su poesía, pero para gozar de ella no necesitamos tener una relación tóxica con un poeta maduro, ni embarcarnos en un viaje a África para traficar esclavos. Tampoco debemos avalar el abandono de un hijo o la violación de una joven ceilanesa para sentirnos autorizados a conmovernos con el Canto General.
¿Significa esto que debemos sucumbir a la indiferencia o, peor aún, al relativismo moral? De ninguna manera. Se trata, simplemente, de comportarse como adultos. Reconocer que no podemos encerrar nuestra experiencia estética respecto del arte en la jaula de hierro de nuestras convicciones éticas y políticas, y que, del otro lado, el goce artístico no nos habilita a renunciar a nuestros más caros principios.
No somos perros de Pavlov que deban ser entrenados para reaccionar únicamente a aquellas obras realizadas por artistas cuya vida se ajuste a nuestros preceptos morales. No yo puedo permanecer inmutable ante el Guernica incluso sabiendo que Picasso era un cretino.
Entiendo que una persona decida renunciar a la obra de un artista que lo conmovió porque la sola evocación de su nombre despierta en ella un sentimiento de repulsa a las atrocidades cometidas por él. Ciertamente, lo aborrecible de un artista puede enturbiar irremediablemente nuestra experiencia estética respecto de su obra. Pero se trata aquí de una experiencia individual, única e irrepetible, como cualquier experiencia artística. No entiendo, por eso, a quienes se empeñan porque todos compartan su experiencia particular.
La decisión de renunciar o no a un artista y su obra es personal. No hay nada que nos habilite moralmente a forzar a otros a compartir nuestra renuncia. Más aún si los motivos de dicha renuncia son pueriles.
Quienes acusan a Roger Waters de “antisemita” o “nazi” lo hacen desde el desconocimiento más absoluto o motivados por la mala fe en contra del hijo de un soldado asesinado por el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial.
Aquellos que, confundiendo panfleto con arte político, acusan a Waters de “politizar” la obra de Pink Floyd, ponen de manifiesto que su “gusto” por la banda británica es pura novelería. Creerán, seguramente, que Another Brick in the Wall es la versión anglosajona de “La Guitarra” de Los Auténticos Decadentes o que Dark Side of the Moon es una celebración al consumo de drogas psicodélicas.
Su indignado asombro ante el hecho de que Waters, en sus conciertos, pregone las ideas que lleva defendiendo durante sesenta años no es sino la fiel imagen de su profunda ignorancia.
Su orgullosa ostentación del trofeo de haber descubierto la supuesta incoherencia de Waters por criticar al capitalismo y cobrar por su trabajo es la mejor vitrina de su precaria inteligencia.
No digo que estar en desacuerdo con la postura política de Waters o de cualquier otro artista lo haga a uno irracional. Lo que si es, además de estúpido, deshonesto, es atribuirle al artista pecados que no cometió o que no son pecados, a fin de justificar su condena moral en contra de quienes osan seguir disfrutando de su obra.
Seamos pues, adultos, y dejemos que al resto actuar como tal.
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